Santa María, Catamarca
Que nadie nos levantara en la ruta nos hizo ir a una fiesta donde conocimos a una familia que nos mostró que a nosotras también nos iban a pasar esas cosas maravillosas por las que salimos de viaje.
De Belén, el pueblo desde donde visitamos nuestro primer sitio Inka, nos fuimos al día siguiente, intentando llegar a Amaicha del Valle en Tucumán. Era domingo, y los domingos no suelen ser un buen día para hacer dedo. Lo aprendimos ahí mismo, aunque también, otra vez, nos encontramos con la realidad de que todo contratiempo puede llevarte a conocer gente especial, hacer algo inesperado y tener una aventura.
Mientras íbamos caminando a la salida del pueblo, una señora que regaba su jardín nos ofreció agua, fría o caliente, o lo que necesitáramos. Le dijimos que no, pensábamos que iba a ser un día rápido, el recorrido en auto debía durar no más de 3 horas, y era temprano, estábamos de buen humor, seguro almorzábamos en Amaicha.
Apenas salimos, un abuelo con sus nietas paró en su auto y nos llevó hasta Corral Quemado. Desde ahí, otro auto —una camioneta que en la caja ya llevaba a unos hippies que viajaban con su perro, a los cuales mi nombre les pareció graciosísimo aunque al perro le habían puesto “El Viejo Rock and Roll”—, nos llevó a la entrada del pueblo de Hualfín. Decidimos separarnos todos porque 4 personas con un perro era un grupo demasiado numeroso, supongo ellos se quedaron antes que nosotras y alguien -la única persona que pasó por ahí ese día- los levantó, pero escribiendo esto y charlando con Marién, me doy cuenta de que hay recuerdos que me los inventé… Licencias poéticas de la memoria.
Nosotras nos quedamos en la carretera, mirando el desierto hacia un lado y escuchando la música que venía del pueblo, que estaba a algunos kilómetros hacia adentro, en el otro. Los autos que pasaban eran siempre los mismos, cada vez que nos emocionábamos, nos dábamos cuenta de que era la misma gente que había pasado en la dirección opuesta: me acuerdo muy bien de un auto lleno de jóvenes que parecían no llegar a la edad requerida para obtener la licencia de conducir, que pasaban de un lado al otro. No nos levantaba nadie, y el calor y el sol pesaban cada vez más. Estábamos aburridas, pensando si volver atrás o qué hacer. Al final, Marién sugirió que fuéramos al pueblo, por lo menos para tomar esa agua que no habíamos aceptado de la señora, y descansar del sol abajo de un árbol.
En el pueblo había una fiesta patronal, desde la ruta se escuchaban música y bombardas. Unos tractoreros pararon para decirnos que ya no iban a pasar autos, y que ellos estaban volviendo de trabajar, que era mejor que entrásemos al pueblo.
Apenas habíamos comenzado a caminar, cuando de repente, de un restaurante muy lindo con paredes de piedra, salió alguien y nos gritó. Era Niko, un griego que viajaba con su amiga italiana. Los habíamos conocido el día anterior en el shinkal, y ante la coincidencia de volver a vernos en Hualfín, nos pasamos los teléfonos para ver si llegando a Amaicha nos volvíamos a encontrar o a dar una mano si no hallábamos anfitrión de Couchsurfing, ya que charlando nos dimos cuenta de sirwaque ellos nos habían “robado” a la única persona que alojaba en Belén. Esa persona además, les había prestado una moto ese día para que fueran a dominguear, así que andaban motorizados conociendo diferentes pueblos y piscinas de aguas termales. Aunque Niko se ofreció a llevarnos hasta el centro, decidimos caminar, era demasiado para una moto subir a 3 personas y nuestras enormes mochilas.
Mientras nos acercábamos al pueblo, un señor, Isaac, frenó su auto y nos preguntó qué estábamos haciendo; cuando le contamos, se preocupó muchísimo porque no habíamos almorzado, y nos hizo subir a su auto para llevarnos a la fiesta, prometiendo que nos iba a buscar más tarde para ver si estábamos bien y si habíamos comido. No era la primera vez que nos pasaba algo así, en Capilla del Monte, Córdoba, las señoras de la oficina de turismo se habían quedado super preocupadas por nosotras cuando le contamos que íbamos al Uritorco a dedo. Nos enteramos de su preocupación en el mismo cerro, cuando un grupo de maestras nos dijeron “¡Ahhhh, ustedes son las uruguayas, las señoras de la oficina se quedaron muy alteradas pensando en que no les pasara nada!” Días después fuimos a avisarles que nos había ido bien, y les dejamos una postal de las que yo había diseñado e impreso como regalo para quienes nos ayudaran en la ruta.
La fiesta patronal.
Antes de viajar por Argentina, jamás se me hubiera ocurrido que había fiestas patronales ahí, siendo de Montevideo, más allá del Via Crucis que sube el Cerro cada Semana Santa, para mí las fiestas patronales y las romerías eran cosas que pasaban en España o en Italia, capaz también en los pueblitos de Latinoamérica, y nunca había pensado ni de dónde habían salido, ni qué significaban para la gente. Con esa ignorancia de Montevideanas laicas, pero llenas de curiosidad, decidimos acercarnos a ver de qué se trataba.
Recuerdo que atravesamos la plaza con pancartas y carteles, y seguimos hacia las afueras, cruzando el río, donde había más pasto y árboles. El lugar era mucho más parecido a Uruguay que el desierto por el que habíamos llegado, y se escuchaba música folklórica de fondo. Encontramos el escenario, donde tocaba un grupo, y decenas de sillas de plástico daban lugar para que la gente se sentara a escuchar. Bajo unos toldos había mesas, donde se amontonaba todo el público para protegerse del sol y varios vendedores de comidas típicas vendían asado, empanadas, etc. Yo en ese entonces era vegetariana, así que a veces se me complicaba para encontrar comida. Pero caminando encontramos un kiosko donde hacían jugos y licuados; nos pedimos un par y nos pusimos a charlar con la señora que atendía, Norma. Ella nos preguntó qué estábamos haciendo, y le contamos que queríamos llegar a Tucumán, específicamente a Amaicha del Valle, pero que estaba complicado el dedo y nadie nos había levantado. Ahí nomás nos contó que ella era de Santa María, un pueblo en Catamarca pero muy cerca de Amaicha, y que si la ayudábamos a desarmar el chiringuito cuando terminara la peña, nos podía llevar hasta la terminal de buses de Santa María y desde ahí nos podríamos tomar uno a Amaicha. ¡Le dijimos que sí! Íbamos a tener que esperar unas cuantas horas, pero de mientras podíamos aprovechar para dejar nuestras mochilas con ella y observar todo el movimiento.
Estuvimos un rato mirando, después cruzamos la calle y nos sentamos a tomar mate en un parque donde había niños jugando a la pelota y remontando cometas. Vino uno, que tendría 8 años, y me preguntó de dónde era. Cuando le dije que de Uruguay, me dijo que conocía, por supuesto, si era el pueblo a dos horas a pie cruzando no sé qué río… Estoy segura de que se refería a otro lado, pero me asombró y a la vez me dio mucha ternura, y no le dije nada. Cuando empezó a bajar el sol, encontramos una pequeña cantina armada en el patio de una casa, donde pedimos agua caliente para ensillar (acomodar para que vuelva a tener sabor) el mate. Sonaba cumbia en un parlante viejo y había niños jugando a las bolitas en un perfecto piso de tierra, ideal para esos menesteres. Aprovechamos para escribir algunas cosas en nuestros diarios y cuando nos aburrimos, ya cayendo la nochecita, volvimos a salir a mirar la peña. En los alrededores del escenario había cada vez más gente, y se preparaba un grupo para tocar chacarera. Nos fuimos a verlo y nos sentamos a mirar, pero no por mucho tiempo, porque en seguida se armó baile, y nosotras también nos unimos. Estuvimos bailando y disfrutando de la fiesta hasta que nos cansamos, pero teníamos que esperar a que se cansaran todos, porque Norma y sus hijas, Rocío y Candela, se iban a ir cuando todo finalizara.
Al final, la fiesta terminó y fuimos a ayudarlas a desarmar el kiosko. Guardamos todo y nos subimos en la caja de su camioncito. Creo que habrá sido Rocío la que eligió la banda sonora para el viaje: Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota. Me trajo lindos recuerdos de mi propia adolescencia, descubriendo con mi amigo Diego los cassettes de mi papá. Algunas noches él se quedaba pegado a mi radio mientras yo no lograba aguantar los ojos abiertos y me dormía hasta que él me decía “Rena, abrirme la puerta.” y se volvía a su casa . De la misma forma, nosotras íbamos durmiendo sobre colchones y frazadas que nos prepararon, con la música de fondo, mientras adelante las chicas cantaban, conversaban y se reían.
Cuando llegamos a Santa Maria, pasada la medianoche, a Norma le pareció que era demasiado tarde para dejarnos en la terminal de buses, y nos invitó a quedarnos en su casa. ¡Estas eran las aventuras de mochilera que queríamos! ¡Gente que conocés y te invita a quedarte a dormir en su casa! Teníamos que dormir adentro, porque en Córdoba habíamos olvidado nuestra carpa en la casa de los Pearson. Emocionadas le dijimos que sí, y nos fuimos a su hogar, donde nos organizamos para dormir. La amabilidad de Norma y sus hijas era indescriptible, de la nada habían decidido que dos completas desconocidas podían dormir en sus camas, usarles el baño, compartir su comida. Dormimos en el mismo cuarto que las chicas, una de ellas nos prestó su cama, y dormimos de a dos en camas de una plaza.
Al otro día desayunamos juntas. Nos prestaron el lavarropas, así que aprovechamos para lavar, bañarnos y cocinar todas juntas el almuerzo. Fue hermoso. La casa era chiquita, era una familia de mamá sola con dos hijas alrededor de los veinte años, de hecho una de ellas nos contó que siendo una nena se había escapado para vivir unas aventuras increíbles en Brasil. Nosotras no podíamos creer las cosas que nos contaba, ¡y nosotras recién animándonos a salir con 30 años! Ellas nos enseñaban cosas de la jerga catamarqueña, y aprendimos que ahí no dicen “caca” sino “aca”, lo cual es interesante, porque así también se dice en quechua ancashino, aunque yo en ese momento estaba lejísimos de saber que en Sudamérica hay diferentes quechuas, y apenas empezaba a vislumbrar la enorme influencia de las culturas originarias en el idioma español y en la cultura contemporánea. Nos reímos un montón, nos sentíamos muy bendecidas de que estas cosas que tantas veces habíamos leído en historias de mochileros, también nos sucedieran.
Al otro día fuimos a conocer Amaicha con Rocío, que nos quería acompañar para presentarnos a sus amigos y ver qué conexiones podíamos hacer, ya que no lográbamos tener una buena comunicación con la persona que nos iba a alojar por Couchsurfing. Paseamos por allí, pero nos volvimos a Santa Maria a dormir y a seguir compartiendo y conociendo sitios interesantes y totalmente olvidados en casi todos los blogs y sitios de viajeros. Fuimos al Chorro, una cascada y un sitio donde se escalaba en roca, anduvimos en moto, comimos helados palito (paletas) de los más baratos del mundo, como los que comía en Uruguay cuando era chica; probamos los ómnibus locales, hicimos compras.
Nos fuimos de ahí con la satisfacción enorme de comprobar que el mundo está lleno de gente buena y generosa, de familias que abren las puertas de sus casas para las viajeras, de chicas curiosas, de mamás solteras que luchan de sol a sol cada día. El viaje era un poco eso, la posibilidad de poner a prueba que el mundo no es ese lugar inhóspito y peligroso que nos mostraba la tele en Montevideo, que la mayoría de la gente es buena, que la mayoría de la gente intenta ayudar a quien tiene cerca. Sólo había que ser valiente y salir a experimentarlo. Perder el miedo. Animarse. Y, claro, también tener cuidado.
Vamos Norma! Y wow, qué desierto!
Claro q sí! Algun día visitaré Argentina 🇦🇷