Salta, "la linda"
Un apartamento para nosotras solas, muchas caminatas y un espectáculo musical indígena que nos abrió las puertas a la Abya Yala multicolor que íbamos a comenzar a conocer desde ahí.
Llegamos a Salta desde Cafayate, para quedarnos en la casa de Josema. Él nos había respondido por Couchsurfing, y nos había dicho que teníamos que llegar el viernes porque él se iba. Nos resultó un poco confuso, pero allá fuimos. Cuando llegamos, nos dijo que se estaba yendo a pasar el fin de semana a otro lado, y que volvería el lunes o el martes. Nos mostró su apartamento, nos dio las llaves, y se fue.
En Salta estaba nublado y frío, y fue la primera vez que no me gustó para nada estar en una urbe; era la segunda ciudad que visitábamos en el viaje, y estaba empezando a darme cuenta de que disfrutaba más de los pueblos chicos. Había muchos autos, ruido, semáforos, gente, calles. Sí, me gustaban más las áreas rurales y alejadas, pero tener un espacio para nosotras dos, donde no teníamos que conversar con nadie ni explicar quiénes éramos, nos dio la chance de descansar, de escribir, de pintar, de relajarnos y pensar mucho en lo que estaba siendo el viaje para nosotras, en todo lo que nuestras vidas estaban cambiando.
La primera noche salimos a bailar, vimos la vida nocturna de Salta y nos reímos mucho. Queríamos ir a una peña, pero terminamos en un lugar donde pasaban cumbia. Al otro día, aprovechamos para lavar ropa (¡qué lindo llegar a una casa con lavadora!), dibujar y limpiar. Queríamos dejarle la casa impecable a Josema.
Ese fin de semana nos dedicamos a pasear, ir a museos, caminar por las peatonales y recorrer la ciudad, íbamos a todos lados caminando, perdiéndonos sin rumbo claro. Hace diez años no utilizábamos tanto los mapas del teléfono, y nos guiábamos más por los mapas impresos que nos daban en las oficinas de turismo, estábamos mucho menos acostumbradas que ahora a tener el teléfono arriba siempre y con internet, y eso que yo pensaba en el viaje como una forma de bajar la adicción a las pantallas… Ni me imaginaba que se venía una época de influencers de viajes y gente haciendo videos de todo lo que recorría, subiendo contenido instantáneamente, utilizando eSims para poder conectarse a internet todos los días, en todos los países. Yo en todo el viaje no me compré un chip, así que, si no estaba en un lugar con wifi, estaba desconectada. Y en Salta, creo que ni siquiera googleamos qué había para hacer. No teníamos ni idea, y como nos gustaba andar a pie, simplemente salíamos en una dirección hasta encontrar algo interesante. Los horarios de Salta nos parecieron extraños: siempre había un corte para la siesta, y las cosas volvían a abrir recién a las seis de la tarde, y hasta las nueve de la noche. Temprano todo moría, salvo las peñas y boliches de la calle Balcarce.
En alguno de los museos de Salta conocí la obra de Litania Prado. Ella fue una mujer Wichí, una de las etnias que viven en Salta. Este pueblo fue nómade, viviendo en los montes del Chaco argentino, cazando, recolectando y recogiendo miel. La avanzada de los españoles primero y del ejército argentino después, los fue desplazando. Muchas de las tierras donde ellos se movían fueron entregadas por el gobierno argentino a diferentes colonos, entre ellos algunos ingleses de la Iglesia Anglicana, que llegaban a evangelizar el lugar con sus “misiones”, a donde se relocalizó a muchas personas wichí, aunque algunos siguen viviendo de manera más o menos nómade por los montes, y son llamados por eso “los montaraces”. En una de estas misiones anglicanas fue que nació Litania; ese lugar se llama Misión Chaqueña.
Sus obras me gustaron mucho, siempre me interesó el arte naïf. Me gusta mucho lo autodidacta, infantil e ingenuo de este estilo, siento que transmite algo muy genuino. En el museo leí que Litania vivió con reumatismo, lo que le impedía trabajar, y un descendiente de ingleses que trabajaba con su comunidad le propuso pintar para estar activa y con eso generar ingresos. La conectaron con su maestro, Jorge Marino, y desde ahí no paró de pintar hasta que falleció, no sin antes enseñar su técnica y su visión a su hermano, Reinaldo, que siguió con la tradición. Hoy hay un centro cultural con su nombre, donde funcionan una biblioteca y una radio comunitaria indígena, y siguen pintando su hermano y algunas personas más que aprendieron con los Prado.
La obra de Litania sorprende a quienes miran a la comunidad Wichí de lejos, porque en ellas se puede ver alegría, color, vida. Todo eso que pareciera que la pobreza se quiere comer, todo eso que resiste en los pueblos indígenas, a pesar del dolor de haber perdido el derecho a caminar la Tierra y a convivir con animales y plantas como hermanos, de disfrutar de la abundancia que brota en cada árbol y se mueve en cada río; a pesar de la opresión y la discriminación por el color de piel, a la prohibición de hablar el idioma de sus abuelos, a la segregación para integrarse en la sociedad argentina, donde muchas veces a las personas un poquito más oscuras, bajitas o con ojos rasgados se les dice, con violencia, “bolivianos” o “paraguayos”, negando que la argentinidad tiene muchos tonos de piel y muchas lenguas.
En la obra de Litania la gente sonríe, el cielo es celeste, los árboles son frondosos, abundan las aves, las gallinas, las ranas y las mariposas. El mundo es hermoso, la gente trabaja con una sonrisa. Es una visión amorosa de su propia gente y de la tierra en la que viven, que celebra y comparte sus modos de vida, sus labores diarios, su vínculo con el monte, las plantas y los animales.
Una vez leí a alguien reflexionando en internet sobre cómo los artistas con raíces inmigrantes de países en conflicto que viven en EEUU suelen crear obras empapadas de dolor, que apelan al trauma mostrando escenas desgarradoras y violentas, y cómo las personas de esos mismos países que nunca se fueron de ellos, que atraviesan o atravesaron esos mismos conflictos en persona y con su comunidad, suelen mostrar en sus obras muchísimo color, optimismo, alegría, y el enfoque tiende más a estar en los momentos compartidos con otras personas o en la misma naturaleza que los rodea, en la vida cotidiana más allá del dolor y las dificultades. Creo que la obra de Litania Prado y la de su hermano Reinaldo son interesantes para pensar en esto. Las escenas que los Prado y los demás pintores Wichí eligen compartir dicen mucho de la vida cotidiana de un pueblo que tuvo que aprender a adaptarse al sedentarismo, pero que nunca perdió la capacidad de observar y ser parte de su entorno.

El domingo por la mañana salimos sin ningún objetivo, pero terminamos en la subida del Cerro San Bartolo, y lo subimos a pie, con una perrita que nos seguía. Eran muchísimos escalones, atravesando un tipo de vegetación que no se parecía en nada a los árboles gigantes de las plazas. Debían ser árboles nativos. No tengo fotos de esta parte del viaje, creo que pasó algo y las perdí, tal vez se dieron cuenta de que las últimas tres entradas tienen fotos de baja calidad, pues sólo conservo las que tomé con el teléfono. Estoy casi segura de que llevaba la cámara en la subida al Cerro, pero lamentablemente las fotos no están… Por suerte a partir de Jujuy se ve que hice un esfuerzo por respaldarlas y van a poder ver fotos mejores que estas.
La bajada la hicimos en el teleférico, era la primera vez que me subía a uno. Fue una experiencia muy interesante, otra vez, como con el parapente, veía todo desde arriba. Esa sensación me gustaba, hasta ese momento yo nunca había subido a un avión, pero empecé a imaginarme que podía gustarme.
Cuando bajamos, estábamos en el Parque San Martín, había música y fuimos a ver qué era: un encuentro de hip-hop. Nos quedamos a mirar una competencia de breakdance y una batalla de freestyle, participaban todas las provincias del Noroeste Argentino.
Esa noche, después de caminar y comer algo en la casa, salimos al Teatro Provincial para ver un espectáculo llamado “Itiyuro”. No recuerdo cómo nos enteramos de que iba a estar, pero era gratis y nos pareció interesante. ¡Wow! Sí que lo era. Silvia Barrios es una antropóloga y música salteña que hace muchos años que convive y trabaja con los Wichí, además de investigar otras etnias y tradiciones del territorio sudamericano. Itiyuro es un álbum que creó después de recopilar canciones y músicas de diferentes pueblos originarios de su país, mezclándolos con rock e instrumentos más “occidentales”. Es interesante algo que cuenta, de que al principio quiso mantener las canciones lo más cerca posible de las versiones “originales”, el problema era que ya no se conservaba casi la información de cómo se cantaban o con qué instrumentos se acompañaban muchas de ellas, porque por muchos años los grupos indígenas habían tenido prohibido cantar y mantener sus ceremonias y tradiciones. En medio de ese conflicto de cómo hacer sonar las canciones, y pensando en mantenerlas sólo con voces e instrumentos “naturales” para que la música siguiera siendo “pura”, una abuelita de una de las comunidades Wichí le preguntó por qué no quería que la música de ellos sonara fuerte. A partir de ahí, integraron las canciones a una banda con guitarras, batería y bajo. Comenzaron a fusionarla y a encontrar otro sonido, mezclando con cumbia, rock y música electrónica, que son estilos que hoy en día las comunidades indígenas también escuchan. La música wichí podía sonar fuerte y rockearla, los abuelos habían dado permiso.
Acá les dejo el disco para que lo escuchen: Itiyuro, de Silvia Barrios, en Spotify.
En el show hubo de todo, desde música fusión con cantos rarísimos, pasando por canciones tradicionales, subieron a cantar bagualeros y esa fue mi parte favorita, también hubo wichís con sus máscaras, unos emplumados con tambores… Las partes en las que participaban los pueblos originarios fueron las mejores, y con los copleros lloré, la potencia de las bagualas y vidalas en vivo era impresionante, y no podía contener la emoción. Al final se armó una fiesta, toda la gente se paró de sus butacas a cantar y aplaudir, prendieron las luces del teatro y nos fuimos dando la mano para subir al escenario haciendo una ronda gigante que pasaba por toda la sala. Yo por supuesto me subí, ¡estaba tan feliz! Me sentía una niña, bailando con todos, rodeada de colores, instrumentos, telas, sonrisas, plumas y luces. Fue una noche mágica.

Todo se estaba moviendo. Llegaban los primeros encuentros con lenguas antiguas, con músicas del Abya Yala, esta tierra nuestra, con personajes e historias ancestrales. Esa noche en el teatro me conmovió y me conectó con algo muy profundo. El encuentro con los pueblos originarios podía estar lleno de alegría, de música, de baile, de colores y movimientos. La antropología podía involucrarse hasta los huesos con el entorno, con la gente que investigaba, hacerse parte y no solamente observar de lejos, aquellos a quienes estudiaba podían dejar de ser objetos de estudio, pues eran sujetos, y en esas dinámicas unos y otros, investigados e investigadores, se encontraban, se cambiaban, se transformaban.
Las raíces no eran solo de otros, también eran mías, de alguna forma, aunque no sabía cuál. Yo también era hija de esta tierra. En ese espacio tan sagrado del teatro, yo era bienvenida, todo era una fiesta, no había ni profesores explicando la vida de gente extraña, ni turistas que miraban piezas de un museo, sino una cultura que estaba viva, latiendo, festejándose a sí misma, llena de aplausos, de risas, sostenida por un coro de seres que venían de todos lados y se mezclaban en el auditorio. Se acercaba el 12 de octubre (¡o sea que no íbamos ni un mes de viaje!), y en 2010 el gobierno argentino había cambiado el expandido por Hispanoamérica “Día de la Raza”, por el Día del Respeto a la Diversidad Cultural. Fue un gran paso, y la gente le llamaba directamente “Día de la Diversidad”, palabra que en estos últimos años significa otro tipo de diversidad, pero en 2015, no tanto. Y era hermoso, escuchar a todos apropiarse de esto, nombrar ese día como el día en que reconocían ser un pueblo heterogéneo. Falta tanto, en todos nuestros países, para reconocer que somos diversos, que somos pueblos con muchas gentes, culturas e idiomas; sobre todo en Argentina, un país que se presume blanco, pero donde aún viven y luchan por sus derechos a la tierra, a hablar sus lenguas y a vivir sus culturas, muchas naciones originarias, que han sido empobrecidas, saqueadas, maltratadas, silenciadas e invisibilizadas. Silvia Barrios, la música y antropóloga de Itiyuro, cuenta que le llevó muchos años de convivencia con los Wichí el poder recuperar sus cantos, porque ellos ya no cantaban, pues los ingleses los evangelizaron en la religión que ahora predomina entre ellos, el anglicanismo, y sus ceremonias y cantos quedaron prohibidos. Silvia cuenta que jamás pudo escuchar cantar a una mujer, pero que al fin, después de mucho tiempo, algunos maestros hombres recordaron y cantaron para ella.
Realmente, estar en esta parte de Argentina en estas fechas era interesante. Se estaban abriendo puertas, esas por las cuales soñaba entrever algo antes de salir de viaje.

El lunes por la mañana decidimos seguir camino, dejamos las llaves del apartamento de Josema con un amigo de él que era portero de un edificio, y salimos para Jujuy. Era 12 de octubre. Íbamos a llegar para encontrarnos las celebraciones indígenas, pero también a enterarnos de que nosotras no éramos bienvenidas. Comenzábamos a volvernos gringas, aunque nosotras no nos sintiéramos así.
Antes de irnos, dejamos el apartamento impecable, mejor de lo que lo habíamos encontrado. Cuando Josema volvió, nos escribió para agradecernos y nos pidió que volviéramos cada vez que se fuera de vacaciones, así le limpiábamos la casa.
Me encantó todo el análisis que haces de nuestra diversidad como pueblo latinoamericano y los retos a los que nos enfrentamos en ese aspecto, que supongo viene en nuestros genes e imaginario desde la conquista, donde el blanco “vale más” y tiene el “poder”. Me entristece la pérdida de esos cantos que nunca podremos saber cómo eran en realidad y me sorprendió que hasta ese momento no hubieras viajado en avión 😱.
Gracias por seguir llevándome de paseo 😉