La Rioja
Recuerdo una mañana en la ruta, cuando el paisaje comenzó a cambiar y de repente, de entre las sierras verdes, surgió ella y, por primera vez, la vi. Gris, rojiza, seca, majestuosa: la montaña.
Era una noche espectacular de luna llena, y el bus iba vacío, de La Cumbre a Cruz del Eje, por una calle llena de árboles. Mirábamos el cielo a través de las ventanas, para poder ver el eclipse penumbral que sucedería a la medianoche. La luna se empezó a ver rojiza, pareciéndose cada vez más a una naranja, y fue la primera vez que entendí, con mis sentidos, que la luna tenía volumen, era realmente esférica, en vez de un simple disco plateado. No podía dejar de mirarla, no había tenido esa impresión de estar de cara al espacio desde hacía años, viendo las estrellas en el Cabo Polonio, una noche de verano acostada en la arena, percibiéndome tan pequeña, colgada de la Tierra por mi espalda. Sentía que me disolvía en el planeta, gigante entidad hecha de tierra, aire, agua, árboles, cielos y personas viajando por la galaxia, y era sus ojos, viendo el infinito que nace de su superficie hacia los astros. Esa vez la sensación de vacío y la proyección de mi pecho hacia el universo me aterró tanto que tuve que irme adentro del rancho para olvidar el miedo de imaginar que en cualquier momento podía desaparecer la gravedad y yo saldría, inevitablemente, proyectada desde el planeta hacia la inmensa negrura.
En la terminal de Cruz del Eje había bastante gente, pero eran de madrugada, el ambiente era tranquilo a pesar del ruido, todo el mundo sabía que a esa hora había que esperar. Si mal no recuerdo, había una especie de cantina donde comprar sánguches, alfajores o la cordobesísima gaseosa Pritty Limón, y también una tele con la película Babel, que me resultó triste y desesperante como para prestarle mucha atención, pero tenía a Gael García Bernal, así que la miré igual. No había mucho para hacer más que aguardar la hora a la que saliera nuestro “micro”, como dicen en Argentina a los buses interprovinciales, y teníamos que esperar siete horas —toda la madrugada— hasta la siguiente salida a La Rioja, lugar que no nos llamaba la atención para nada, pero quedaba de pasada antes de nuestro siguiente destino, y en estos viajes largos una siempre va dividiendo los tramos y parando en el pueblo que se encuentre en el medio.
El recorrido hasta La Rioja duró como cuatro o cinco horas, viajamos desde la mañana temprano hasta el mediodía. Me acuerdo de ir sentada del lado de la ventana, con Marién dormida a mi lado, abrir la cortina y divisar la cosa más espectacular que había visto en mi vida: de repente, desde el suelo, se recortaba un macizo sin ningún verdor de vegetación, completamente marrón y gris, sequísimo (ahora que conozco más el clima andino, me doy cuenta de que estábamos al final de la temporada seca). La montaña parecía un molar saliendo de las encías de la tierra. Y esta metáfora no la estoy inventando ahora mientras escribo —es malísima—, pero fue lo que vi en ese momento: esas montañas parecían dientes, muelas, saliendo desnudas, con un filo redondeado, desde las entrañas verdes del suelo. Mirándolas me podía imaginar que se abrieron paso desde el fondo de la tierra, recortando capas geológicas en un terremoto hace millones de años, emergiendo hasta sentir el sol. Nunca había visto algo así. No era una pirámide puntiaguda, era como una ola larguísima, que acompañaba la carretera a lo largo. Intenté despertar a Marién, no sé si ella se acordará de esto, pero sé que, o no se despertó, o no le llamó la atención. Yo no lo podía creer, iba como una niña chiquita, con las dos manos contra el vidrio, llorando conmovida por tanta belleza, tanta grandiosidad, tanta naturaleza. ¡Estaba frente a una cosa tan majestuosa, tan poderosa, tan indescriptiblemente fuerte y eterna! ¿Así se siente la gente cuando ve por primera vez el mar?

En la ciudad de La Rioja, el calor era insoportable. El paisaje se veía como esas montañas del camino: rojizo, gris, seco, intenso. Si buscan fotos, van a ver las montañas molares que intenté describir antes. Las calles nos resultaron descuidadas, fuimos a buscar dónde comer y pasamos por dos o tres restaurantes donde todas las mesas estaban vacías y todas estaban sucias, con vasos y platos descartables, servilletas y charcos de coca-cola. Nos sentamos en una heladería que tenía un patio con una sola mesa limpia, mientras veíamos rodar más bolas de papel y vasos de plástico llevados por el viento.
En los días que siguieron, después de confesar nuestro disgusto con la ciudad, nos contaron algunas historias sobre su fundación. Según nuestros anfitriones, todo en La Rioja estaba mal, desde el principio, porque no la habían podido fundarla donde querían. Estaba en un lugar poco estratégico, que no era el que los españoles habían elegido inicialmente, el Valle de Famatina, donde ya se sabía que había yacimientos de plata. Lo que sucedió, según las personas que conocimos allá, y que no es la versión oficial, fue que los habitantes de este lugar, a quienes conocemos como los diaguitas —nombre basado en la forma en que los Quechuas los denominaban—, lucharon, primero contra el imperio inca, y luego contra los españoles, por el territorio que habitaban. Al final, después de muchos enfrentamientos, los europeos decidieron fundar la ciudad en el Valle de Sanagasta, que está al otro lado de la Sierra de Velazco, que era lo que no lograban franquear. Por lo que entendí, había que subir la montaña o pasar por un callejoncito que los indígenas protegían muy bien. Después de muchas batallas, los españoles decidieron que la ciudad se quedara en Sanagasta, aunque también estando ahí estuvo amenazada de desaparecer durante las llamadas Guerras Calchaquíes, entre 1630 y 1667, cada vez que la confederación diaguita, formada por varios pueblos originarios, quiso recuperar su territorio. El triste final de estos enfrentamientos resultó en esclavizar y prohibir la lengua kakán, la que hablaban estas etnias (sí, eran varias pero tenían un idioma común) y mestizar a la población, borrando la cultura, y lo más terrible: obligar a trasladarse a pie a los indígenas a lugares lejanos, práctica que se utilizó desde Canadá hasta Ushuahia —por eso por todos lados existen lugares llamados “camino de lágrimas” o “trail of tears”—. Un ejemplo de pueblo Calchaquí que fue trasladado es el de los Kilme, originarios de donde hoy es Tucumán. Ellos fueron obligados a caminar hasta la provincia de Buenos Aires, allí se fundó para ellos lo que se llamó una “reducción”. Hoy hay una ciudad (que ya quedó pegada a la zona metropolitana de Buenos Aires), un club de fútbol y una famosa cerveza que llevan su nombre.
Como no teníamos couch (anfitrión de couchsurfing), La Rioja parecía una ciudad de esas que no están enteradas de lo que pasa en el mundo, y se ve que nadie sabía de la existencia de esta plataforma tampoco, así que fuimos a un hostel. Resultó ser uno de esos en los que la gente ya se hizo muy amiga y todos cocinan juntos y hacen fogones a la noche para tocar la guitarra. También estaba el dueño, creo que vivía ahí, y nos contó que era parapentista. Yo ni sabía diferenciar un parapente de un aladelta, pero ahí aprendí. Marién me dijo que quería subirse a uno, a mí me dio miedo, pero le dije que la acompañaría, aunque no quería subirme. Al final me convencieron, con los clásicos argumentos que después oiría muchas veces en el viaje: “Ya estás acá, quien sabe si alguna vez vas a volver, esto no se da todos los días, aprovechá la oportunidad.”
La verdad, tenían razón (como tuvieron razón tantas personas a lo largo del viaje), y parecían saber del tema y ser confiables… Y nosotras recién arrancábamos y teníamos plata para pagar estas aventuras. ¡De un momento al otro estábamos planificando un vuelo en parapente con la gente del hostal!
Al otro día nos subimos al auto con el dueño del hostel y unos amigos de él, y nos fuimos a un sitio del que no recuerdo el nombre, donde se podía volar. Esta actividad no se puede hacer en cualquier lado; nos explicaron que se necesitan corrientes de aire caliente (porque suben), espacio desde donde lanzarse, a dónde aterrizar, que no haya obstáculos, y que las corrientes sean suficientemente constantes y no abruptas, para poder controlar el vuelo. Íbamos a volar en tándems (o sea, de a dos), por supuesto, Marién primero con un piloto, y yo después con otro, y nos íbamos a volver a encontrar al final. Desde el lugar en el que estábamos, una especie de meseta frente a un precipicio, podríamos ver a lo lejos edificios, super chiquititos. Para poder volar en el parapente, que es como un paracaídas pero alargado, hay que corretear hasta el abismo y ahí saltar, embolsando el aire. Primero se tiró Marién con su guía, fue muy raro verlos flotar y alejarse, y saber que hasta el final no nos íbamos a volver a encontrar, porque había que aterrizar en otro lado. Esa era la parte que me daba más miedo, porque al aterrizar también hay que correr. Me daba mucho temor tropezarme, además el piloto va atrás y vos, que no sabés nada, vas adelante. ¿Cómo sé que ya voy a tocar el suelo, cuándo empiezo a mover las piernas? Me daba miedo que el piloto se me cayera arriba, tropezarme, darme la cara contra el piso. No había más que confiar en que recibiría las instrucciones en el momento exacto y que mi cuerpo sabría qué hacer.

Estaba bastante nerviosa, pero con esos nervios lindos de hacer algo nuevo. ¿Me dará miedo? ¿Me querré bajar en pleno vuelo? Éste iba a durar veinte minutos o algo así, lo cual me parecía una eternidad antes de empezar. Al final despegar no fue tan difícil, ni tan impactante, la verdad es que me sentí confiada en que todo iba a estar bien, así que correr hacia un precipicio y saltar fue bien divertido. Con el parapente no se genera ningún momento de caída libre como sí sucede cuando saltás con paracaídas, al momento de saltar, el ala ya te está jalando hacia arriba y estás flotando. La sensación era magnífica, me invadió una felicidad enorme que no me cabía en el cuerpo. ¿Qué hago acá, una humana volando? El piloto me explicaba lo que estaba haciendo, cómo se manejaba el ala, me señalaba los sitios en tierra, y mientras veía hacia abajo, me di cuenta de que había pájaros, ¡pájaros volando por debajo nuestro!, en círculos, jugando en el aire. Seguramente fue una de las cosas más increíbles que vi en el viaje, jamás me imaginé que iba a ver a los pájaros volando desde arriba.
El tiempo volando se me hizo cortísimo, me hubiera quedado volando ahí por horas. Me sentía en un sueño, surcando el aire. Lo único raro es tener a un hombre desconocido atrás tuyo, pero bueno, no se puede ir sola, y comparando, fue peor cuando hice una prueba de buceo y el instructor estaba detrás mío empujándome a la profundidad, y con las antiparras ni siquiera tenés vista periférica así que sólo sentía dos manos que me empujaban más y más adentro del agua... Me acuerdo y revivo el terror. ¡Pero para esa historia van a tener que esperar hasta que llegue a Ecuador!
Al final, había que aterrizar. Mientras estás arriba todo parece lento y mágico, pero cuando empezás a bajar todo se acelera. A lo lejos había una cancha de fútbol, ahí íbamos a bajar, y apenas estuviera cerca del suelo, tenía que correr. Dios. Qué nervios. El piloto la tenía clarísima y podía con los dos, no me acuerdo si nos caímos, creo que no, pero estoy casi segura de que no corrí lo suficientemente rápido.
Al otro día de eso decidimos irnos de La Rioja, no parecía haber mucho más para ver allí. Tal vez, si busco arrepentimientos, me hubiera gustado conocer Talampaya, pero en el viaje entendí que no se puede hacer todo, y que los tiempos son siempre perfectos. Un día más acá o un día menos, y toda una cadena de acontecimientos se modificaría: ya no hubiera conocido a tal persona, presenciado aquel espectáculo, llegado a tal fiesta patronal, visto aquella lluvia de estrellas o hasta zafado de un terremoto. Hacer un viaje así es la receta perfecta para comprender cómo todo sucede de la forma en que tiene que ser, y que cada hecho se teje con otro de manera excepcional para estar hoy en donde estamos.
El próximo destino eran las Termas de Fiambalá, había puesto ese destino catamarqueño en el itinerario del viaje desde que comencé a soñarlo. Ya estábamos en la provincia de al lado, cada vez más cerca. Había que llegar allá. Los chicos del hostel nos llevaron a una carretera donde podíamos hacer dedo o tomar un bus. Este viajecito me dio un poco de miedo, porque fuimos por lugares totalmente desiertos, La Rioja me dejó esa impresión de ser un lugar con poca gente, con gente guardada en sus casas. Nos mostraron las vistas del dique Los Sauces, y en la tarde ya estábamos en un bus, sin otros pasajeros, charlando con el conductor, camino a Aimogasta.
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Hermosas descripciones e imágenes!
¿Ya te dije que me encanta? ;) Me hiciste acordar de mi primer vuelo en parapente, no lo recuerdo con tantos detalles como tú, pero lo que sí sé es que es de las cosas más pacíficas que he hecho en mi vida, esa sensación de paz, de estar volando! Tan suave, tan increíble 🥰.
Sigo de cerca tu camino, no tenía ni idea de tantos detalles que cuentas, como los caminos de lágrimas, que dolor hay detrás de nuestros ancestros…
Un abrazo 🤗