Fiambalá, Catamarca
Los baños termales que inspiraron mi viaje, sacar un disco a la distancia, el viento Zonda y los mejores alfajores del universo: las tortas de turrón.
Para irnos de La Rioja, los dueños del hostel nos llevaron en auto, pasando por el dique Los Sauces, hasta el pueblo de Aimogasta, “el pueblo del Cacique Aim” en kakán, el idioma de quienes los quechuas llamaron “diaguitas”, antiguos habitantes de esta zona, que eran en realidad varios grupos independientes con una lengua en común (también se conoce a parte de estos grupos como la Confederación Calchaquí, que después estuvo, durante varios años, en guerra para recuperar su territorio).
En Aimogasta nos tomamos un bus a Fiambalá, si mal no recuerdo (hablando con Marién estos días me di cuenta de que me estoy inventando muchos recuerdos y tapando agujeros con memorias inventadas o incluso suyas), íbamos solas. El conductor nos habló de lo cerca que estábamos del Paso de San Francisco si queríamos ir a Chile, y de las aguas termales, el mayor atractivo turístico de la zona, un lugar que yo había puesto en el itinerario desde que comenzamos a planificar por dónde queríamos viajar.
Aunque no teníamos un rumbo exacto, tenía muy claro que deseaba conocer el Noroeste Argentino, conocido en la jerga turística como “el NOA”. Me llamaba muchísimo la atención Jujuy, y cuando empecé a imaginar la posibilidad de viajar, para ayudar con la visualización y la manifestación, me puse de wallpaper en mi laptop un diseño que hice con fotos de las montañas de colores de Maimará y Humahuaca, mezcladas con mujeres músicas (Stevie Nicks, Alison Mosshart y las chicas de Warpaint) y monedas griegas antiguas, entre otras cosas. Eso era lo que miraba cada día cuando prendía mi computadora para chequear mapas, buscar blogs de mochileros y organizarme. En estos blogs me enteré de las termas de Fiambalá, un lugar relativamente poco conocido, lo cual le sumaba al atractivo, y que parecía hermoso. Catamarca no era una provincia de las más promocionadas, pero si íbamos a pasar por allí, necesitábamos uno o dos sitios para tener de referencia, luego nos podíamos dejar llevar por la ruta. Pusimos a Fiambalá en la lista, nunca viene mal un buen chapuzón en aguas termales.
Fiambalá era un pueblo pequeño, polvoriento y árido, con poca gente de nuestra edad, o sea, late twenties-tempranos treintas. Pensé que seguramente se quedaban allí aquellos que no podían darse el lujo de irse a estudiar, y que los que se iban, no regresaban.
El pueblo se veía muy humilde, y al mismo tiempo limpio y cuidado, y los hombres actuaban como si jamás hubieran visto a una mujer, o tal vez a una mujer que claramente venía de otro lado. Pero yo me sentía feliz, incluso observar eso me parecía interesante. Recuerdo sentarme en la plaza central, frente a la comisaría, a usar el wifi gratuito y mirar a la gente. Iba a pasar por allí el Rally Dakar, y el pueblo se estaba preparando, ya había unas cuantas motos en la vuelta. Que en un pueblito así hubiera internet en la plaza era maravilloso, porque podíamos avisarle a todos que estábamos bien y enterarnos de cómo estaba nuestro viejo mundo en Montevideo. Ahí recibí el correo en el que Pau, mi ex, me contaba que había terminado de mezclar el disco que habíamos estado trabajando durante un año, y otro par de amigos de él felicitándome por eso. Era muy raro haber hecho un disco y no poder darnos un abrazo, escucharlo terminado juntos, o presentarlo. Era raro, pero estaba bien. Todo estaba bien. Por primera vez en muchos meses, todo parecía tener sentido, cada cosa estaba cayendo en su lugar. La soledad era libertad, posibilidad y aventura. La historia de amor que se cerraba era un tesoro y un honor. Esa ruptura, vista a mil quinientos kilómetros de distancia, abrazada a mi mochila, me estaba haciendo reconsiderar mi idea de fracaso o triunfo amoroso. ¿Por qué se pone el éxito de una pareja en su duración y no en lo compartido? ¿Acaso no es lo opuesto, un gran logro, haberse amado, haber aprendido juntos, haber creado cosas? ¿No es para celebrarse el haber compartido, tener cientos de recuerdos, sentir que nos ayudamos a crecer? ¿Y la sabiduría de entender que soñamos futuros distintos y poder decir adiós con cariño? Empecé a pensar que la vara con la que se medía al amor y a las parejas estaba mal, y que era un buen momento para poner estas cuestiones en observación, no sólo con mi cabeza, también con mi corazón. Ya no era solamente esa relación, era toda la narrativa cultural que imponía que la historia se contara de cierta forma. ¿Y si queríamos contárnosla de otra? Porque no se trata de cómo se la contás a nadie, ni siquiera a ese otro del que te despediste, o de cómo te la cuenta él; al final la única historia que importa es la que te vos contás a vos misma. De repente no tenía sentido ver nada de lo que había pasado antes como un fracaso, todas las decepciones marcaban el compás de cambios prodigiosos hacia tiempos inimaginablemente mejores.
Con las emociones a flor de piel, dimos unas vueltas por el pueblo, creo que era domingo. Había puestos de comida y artesanías, y me gustaría haber sacado fotos o recordar qué vendían aparte de los alfajores más deliciosos que comí en mi vida: las tortas de turrón. Supe de estos dulces hechos con miel de caña y nueces por uno de los blogs que leí antes de salir de viaje, donde instaban a visitar Catamarca y comer una, y qué suerte que le hice caso. Me gustaría recordar su sabor, pero sólo recuerdo la sensación de morder algo crocante, suave y con centro espeso de dulce de leche, y sentirme en otra dimensión. También probamos los gaznates, unos postrecitos que se parecen a un cañón de dulce de leche o un cannolo frito, bañado en glacé de miel de caña. ¿Cómo puede ser que los dulces de Fiambalá no sean recontra famosos y se exporten a todo el universo? Exclusividad y regalo para los viajeros, porque sólo habiendo ido allá podés probarlos. Por eso nomás, yo les diría que vale la pena un viajecito a Catamarca.

Nos quedamos en un hostel que se llamaba San Pedro. Como en La Rioja, este nombre, ya fuera como planta o como santo, aparecía. Era bellísimo el lugar, una casa antigua con una galería hermosa con sillones para echarse, un patio con pasto y arbolitos, el río Abaucán y las montañas a lo lejos. Seríamos las únicas huéspedes hasta el día siguiente, y el anfitrión, Julio, era el tipo de dueño de hostel que querés encontrar siempre: un hombre feliz de tener gente en su casa, deseoso de charlar con los viajeros e invitarles a comer y mostrarles cosas. Alguien orgulloso de compartir su lugarcito en el mundo.
Para ir a las termas, caminamos un poco y después hicimos dedo. Nos levantó una pareja que andaría por los sesenta años, eran de Quilmes pero vivían en La Pampa. Subimos mucho por la carretera, no era nada cerca del pueblo, y para llegar allá había que atravesar un lugar desierto y ventoso entre arenales y cerros grises llenos de piedras. En cierto momento, comenzaban las montañas y el camino se metía en medio de ellas: las termas estaban como enclavadas en la quebrada, el camino subía hasta el corazón.
El diseño del complejo termal era precioso, las piscinas estaban dispuestas en escalera, siguiendo el cauce del arroyo del que mana el agua. Ésta salía muy caliente en la piscina de más arriba, y conforme iba bajando, se enfriaba, por lo que cada poza tenía una temperatura diferente. Las probamos todas, empezando desde abajo para irnos acostumbrando al calor, y después comimos en un espacio especialmente destinado a eso, mirando las montañas y compartiendo el pan con los pajaritos, mientras tomábamos unos mates. El lugar era hermosamente árido. Lo que parecía niebla a lo lejos, era arena en el aire. Había mucho viento, las montañas eran rojas y grises, los árboles tenían espinas. Era lo que había fantaseado ver, por su belleza y lo extraño del paisaje, tan diferente a lo que yo conocía hasta ese momento. Montañas, desiertos, nada de eso existe en mi país. Y las termas, diseñadas tan bien al usar el desnivel, también me sorprendían, ya que en Uruguay, al ser más plano, no podrían existir estos juegos de gradas con las piscinas, salvo una especie de escalera compuesta de pequeños charquitos redondos en los que jugaba cuando era niña en las Termas del Daymán, en Salto.
No recuerdo cómo volvimos, pero apostaría a que Marién se puso a preguntarle a todas las personas que estaban ahí si alguien tenía lugar en su auto para regresarnos, y alguien dijo que sí. En los lugares turísticos era fácil encontrar gente de cualquier lugar del país (hasta ese momento habíamos encontrado puro turismo interno y algún que otro paisano nuestro), y eso ayudaba, porque acá sucedió nuestro primer choque cultural fuerte, y un encontronazo con la idea del “acento argentino”. Para empezar, no existe: Argentina es tan grande, que la diversidad cultural es enorme, las formas de hablar también, hay incluso varias lenguas indígenas vivas, por suerte. Ya veníamos escuchando el dejo cantadito de Córdoba y los colores de las voces riojanas, pero todos nos entendían, tal vez por estar en capitales. En Fiambalá sucedió por primera vez que, hablando todos en castellano, Marién no entendiera a la gente. No me acuerdo de dónde estábamos, pero pedimos indicaciones de un lugar y una señora le dijo “la calle Carrizo”. Nunca olvidaré esa frase. Marién le preguntó varias veces, sin entender qué le estaban diciendo —si quieren tratar de imaginarse, la señora hablaba parecido a Mercedes Sosa. Marién me miró totalmente desorientada y me preguntó “¿Vos entendés lo que está diciendo? Entonces hablale vos.” Por suerte yo entendía. No se crean que soy superpoderosa, en Chile tuve que dejar la YE (she) por el camino para que me entendieran, y en el Caribe colombiano tuve que pedirle a otra persona que se comunicara porque yo no entendía nada…
Al otro día, Julio nos llevó a pasear en camioneta y nos presentó a su amigo Jon, un alemán que vivía ahí hacía muchos años, haciendo vinos. Lo ayudamos a embotellar y nos regaló un delicioso Syrah, que tomamos en el hostel, descubriendo las historias de otros viajeros que habían pasado por ahí antes de nosotras. Andando por el barrio, hermoso lugar de callecitas de tierra y casas de adobe, entre el viento seco y el calor, Jon y Julio nos contaron del Zonda.
El Zonda es un viento, y esa fue la primera vez que entendí que hay vientos con nombre. Parece algo increíble y tonto, porque en Montevideo también tenemos vientos: el Pampero y la Sudestada; pero mientras viví ahí, nunca me había puesto a pensar en eso. Es lo que pasa con todo a lo que estamos acostumbrados. Vivís en Uruguay y la sudestada es la sudestada y el pampero es el pampero, listo. Al primero lo puedo identificar, como casi todos los rioplatenses, por las veces que llega con tormenta. Es un viento fuerte que viene del mar y yo siempre viví frente a la playa, sé sentir su olor antes de que toque la costa y su fuerza cuando empuja la lluvia, aunque no siempre es así y también hay sudestada de buen tiempo. Al segundo lo conozco por la canción A Mi Bandera, que cantábamos siempre en la escuela cuando las tres banderas que tenemos en Uruguay se retiraban del patio donde se hacían los actos. A juzgar por esa canción y por alguna otra, es un viento suave que viene del oeste, de las pampas argentinas. No recuerdo haberlo identificado ni una vez en mi vida (por supuesto que sí me acarició, como al Pabellón Nacional en la canción, pero yo no lo sabía). Quizás, si no lo imaginé, alguna vez mi padre o mi abuelo me dijeron que estaba soplando. No sé cómo explicarlo, pero nunca se me ocurrió pensar que eran vientos únicos y particulares y que por eso tenían esos nombres. Me asombra mirar atrás y darme cuenta de cómo no apreciaba ni entendía esas cosas, porque las veía como algo totalmente normal, cotidiano, poco interesante. Cuando llegué a Catamarca y me hablaron del Zonda, me pareció algo revolucionario ponerle nombre al viento que sopla en un lugar en particular. Y sí, sabía de los vientos Alisios, el Siroco y de algún otro más, pero a partir de conocer al Zonda, todo cambió para mí respecto a los vientos. Ahora me parecía que el Zonda era alguien en particular, tenía una personalidad, era alguien. Lo mismo me empezó a suceder con la Sudestada, con el Pampero y con el Viento Norte cuando lo conocí en Holbox. De repente estos vientos tenían personalidad, tenían sus historias, y eran tan particulares en sus comportamientos que habían recibido nombres y tenían leyendas.
Al día siguiente, tuvimos que quedarnos encerradas en el hostel porque el Zonda era demasiado fuerte. Ese viento, tan especial, juntaba muchísima arena en el valle, por donde se generaban dunas móviles y gigantes, según escuché, la acumulación de arena más alta del mundo. Cuando el viento amainó, al otro día, pudimos salir de Fiambalá para seguir nuestro camino hacia los próximos destinos en la provincia de Catamarca: Belén y Londres, Hualfín y Santa María. Ninguno estaba en nuestros planes, pero la ruta nos llevó allí…
¡Hasta la semana que viene!
Si te gusta lo que lees, te agradezco poner un corazoncito ❤️ de “me gusta” para poder llegar a más personas. Aún hay pocos Substacks en español, y la popularidad ayuda a que nos promocionen entre quienes no nos conocen. Y si algo te llamó la atención, dejame un comentario así conversamos ;) ¡Gracias!
Qué hermoso volver a sentir, en tus letras, emociones, momentos, lugares. Gracias Amiga. Yo tampoco me acuerdo cómo volvimos, pero seguro que sí. Así fue. 💛💛
Imponente !!! Me imagino todo lo que escribís !!! Le puse cara a Julio y a Jon 🙈😂
Pero me quedé sin saber que era la calle Carrizo? Era la indicación correcta nomás? O era la señora que lo pronunciaba de manera inentendible ?? En el párrafo siguiente creí que venía la explicación pero no, cambiabas de tema… lo voy a releer por las dudas😉✌️
Y si, también me pasa que “relleno” los recuerdos con cosas que creo que pasaron de esa manera… y siempre la foto es el ancla ⚓️ porque mirando la foto viene toda la cadena de recuerdos y detalles! Así es! Adelante Re! El mundo es muy merecidamente tuyo 🧡🙏