Córdoba, Argentina.
¿Cómo en un lugar tan parecido a Uruguay podríamos empezar a sorprendernos y descubrir que el mundo está lleno de paisajes, climas y culturas, y que ningún sitio es igual a casa?

Con Marién, siempre tuvimos como objetivo hacer nuestro viaje a dedo (autostop) y buscar alojamiento por Couchsurfing, una plataforma parecida a Airbnb, pero en la que no se paga. Las personas ofrecen un cuarto, un sillón o una hamaca a los viajeros, a cambio de escuchar historias y compartir. Muchos de quienes están como anfitriones ya han viajado y quieren retribuir la hospitalidad, otros nunca lo hicieron y buscan viajar a través de los relatos y las aventuras de quienes los visitan. Nosotras nunca habíamos alojado a nadie, ni sabíamos bien cómo funcionaba, pero estábamos decididas a la aventura y al ahorro. Las dos teníamos alrededor de 30, así que decidimos destinar una parte del presupuesto del viaje para algún antojo, paseos, buses y hoteles (a veces lo único que una quiere es un cuarto y un baño privado), y posibles emergencias, pero teníamos que ser lo más ahorradoras posible, y además, queríamos ese tipo de experiencias. Calculamos que, haciendo las cosas así, íbamos a poder viajar alrededor de dos meses, pero en los blogs que leíamos, veíamos que muchas veces la gente se enamoraba de la ruta y se quedaba más. ¿Cómo sería? Era emocionante no saberlo.
Teníamos que aprender a viajar gastando poco, para estirar ese viaje lo más posible, pero también queríamos ser aventureras, conocer gente, que nos invitaran a comer y a quedarnos en casas de los amigos que nos hiciéramos en la ruta, tener historias locas para contar sobre extraños llevándonos a lugares a los que ningún turista va, y todas esas cosas con las que sueñan los viajeros que no quieren ser simples turistas.
En Córdoba teníamos contactos y planes. Llegando nos íbamos a quedar en la casa de la novia de mi amigo Mauro, en La Serranita, mientras ellos estaban de viaje. Nos dejaron la llave escondida, y todo fue genial hasta que descubrimos que el baño también estaba trancado, y no pudimos abrirlo. Hace 9 años no era tan fácil comprar un chip en otro país (y en Argentina sigue siendo bastante complicado), y Antel, la compañía telefónica que usábamos, te vendía teléfonos bloqueados para otras empresas. En la cabaña no había wifi, y sin wifi, no podíamos comunicarnos para que nos explicaran cómo cuernos abrir el baño, así que decidimos aprovechar el día, dormir, e irnos. De todas maneras disfrutamos del lugar ese tiempo, salimos a conocer y caminar. Cerca de la casa había un río muy hermoso, a donde fuimos a tomar mate y ver pájaros. El paisaje era bello, pero todavía no me sorprendía demasiado, las sierras cordobesas se parecen mucho a las sierras uruguayas, aunque todo está a mayor altura y los cerros son más grandes; pero la vegetación es bastante similar, las formas de los cerros, los pastos, las cuevas, los ríos. Era hermoso, sin dudas, y estaba llegando la primavera. Había ese solcito que calienta y ya se sentía en el aire la llegada de las mariposas, el calor, las vacaciones. La mañana siguiente, después de hacer pis entre los yuyos y con la necesidad de bañarnos, nos fuimos a Córdoba Capital, haciendo dedo. Era la primera vez, y lo logramos. Llegamos a un hostel, que por suerte para nosotras estaba vacío. Uff… ¡No había que compartir el cuarto con veinte personas, qué alivio! Me acuerdo de que paseamos mucho, caminamos, tomamos helado, ¡fuimos a un café donde podías pedir un termo y un mate! Eso sí que nunca lo había visto en Uruguay.
Córdoba Capital era una ciudad linda, con murales, con peatonales, con museos, con una onda muy artística, y de tamaño similar a Montevideo. Fuimos a la Plaza San Martín, a la rambla de Chacabuco (que no era como la de Montevideo, frente al mar que los argentinos se empeñan en llamar río y yo me empeñaré eternamente en llamar mar, porque es un estuario y de nuestro lado, no parece un río), visitamos el Museo de la Memoria, entramos a cambiar plata a galerías donde vendían souvenirs con la cara de la Mona Jiménez y botellitas de fernet miniatura. Poco a poco íbamos encontrando ese sabor de estar en otro país, aunque todo fuera tan familiar. De tarde fuimos a comer una pizza, y cuando los vecinos de mesa se levantaron, nos agarramos una botella de Fanta, que había quedado casi entera. Yo casi muero de vergüenza, pero eran las primeras picardías de estar de viaje. Queríamos hacer cosas que nunca nos habíamos atrevido a hacer, y agarrar las sobras de la mesa de al lado en una pizzería era un comienzo divertido. Creo que el mozo, que tenía una remera de Artaud, el disco de Spinetta, se dio cuenta y no dijo nada. Estas pequeñas transgresiones eran parte de estar en otro lado, donde nadie te conoce, donde todo está bien. Nos reímos mucho, tal vez estábamos haciendo, con 30 años, las cosas que la mayoría de la gente hace a los 20.
De ahí nos fuimos a San Marcos Sierras porque se celebrara el encuentro pluricultural de mujeres, un evento que nos ilusionaba bastante. Este pueblito cordobés tiene fama de ser un lugar “lleno de hippies”, además de ser un sitio bellísimo, con restaurantes chiquitos y lindos, calles con árboles, despensas con quesos gigantes y hongos en escabeche. Por supuesto que le cabía el sayo, y vimos gente haciendo malabares, con ropa hecha por ellos mismos y que andaban descalzos. Muchas personas habían venido para el encuentro, otras no. Algunas nos contaron que hablaban con los extraterrestres y que recibían mensajes de los pleyadianos en los sueños, y un chico me relató cómo una noche, en el monte cordobés, se encontró con un centauro. Las conversaciones increíbles que se escuchaban en el hostel o en los círculos del encuentro eran algo bastante nuevo: los poderes mágicos de la menstruación, las hadas, las canalizaciones de seres de otras dimensiones, las ciudades intraterrrenas, las criaturas fantásticas que viven en los árboles y las piedras. Si bien son temas que a mí siempre me apasionaron, y para ese momento yo había ido a temazcales, meditaciones grupales y rezos de tabaco, nunca me había encontrado a tantas personas interesadas en ellos, hablando con total desparpajo sobre los ovnis, los duendes, la glándula pineal y los registros akáshicos.
En el encuentro participamos de una “Teleseada”, un ritual en el cual se pone una intención y luego se bailan 7 chacareras en ronda alrededor de un fogón. Yo lloré, porque me di cuenta de que mi intención era encontrar un hogar. ¿Qué hacía viajando, si lo que quería era mi casa, mi tierra, mi familia, un lugar del que sentirme parte? Ahí supe que ese era mi rezo para el viaje: encontrar ese lugar. Sabía que era un lugar en el mundo, y también un lugar en mí, primero tenía que conocerme un poco mejor, hacer algunas cosas, vivir mis aventuras, para poder saber dónde quería parar y dónde quería quedarme. Capaz era volver a Uruguay, o quizás ese lugar estaba en otro lado. Me daba mucha emoción saber que estaba en el camino, buscándolo, libre para conocer pueblitos y parajes, gente, comunidades. Sacándome las estructuras que imponían condiciones, o los miedos de haberme criado con tales o cuales parámetros, creyendo que las sociedades deben armarse alrededor de ciertas normas. Estaba feliz de por fin poder descubrir otros sitios, otras ideas, otras formas de vivir en este planeta, ilusionada pensando en que quizás encontraría pistas para saber cuál era más auténtica para mí.
Al otro día abandonamos el encuentro, la entrada nos resultaba cara, y aunque era muy interesante, sentimos que nos estábamos perdiendo de conocer más el lugar, y decidimos pasar las tardes siguientes en el Río Quilpo. Un río hermoso, como una serpentina. Nos bañamos, pinté con acuarelas, lloré de emoción al nadar en sus aguas. Era evidentemente un río muy especial y misterioso. Bajo unos árboles vi a unas personas respirando, y Marién les pidió si nos llevaban al pueblo. Efectivamente, esas personas respiraban. Nos hablaron de su gurú, el que les enseñaba a respirar. Hoy vivo en un lugar con una onda similar, pero acá lo de respirar se llama breathworking.
Todo el pueblo estaba envuelto en una atmósfera de mística, pachamama, espiritualidad y vegetarianismo, y sobrevivían historias de los pobladores anteriores a la llegada de los europeos. En algunos recodos del río había “morteros”, estas piedras con huecos tallados. Hoy, viviendo en los Andes hace más de seis años, entiendo que son artefactos para poder observar las estrellas sin tener que mirar para arriba. La segunda tarde vimos, estacionada cerca nuestro, una camioneta con matrícula de San José de Mayo, un lugar en Uruguay, y nos emocionamos de tener paisanos cerca, aunque no nos dio ganas de ir a saludarles. Después, para irnos, hicimos dedo y nos llevaron en una camioneta que ya había levantado a una mujer que resultó ser de Aiguá, otro pueblo en Uruguay, y conocía a unos amigos que en ese momento estaban viviendo allá. La magia del viaje ya estaba mostrándose: no sólo conocés lugares hermosos, leyendas impactantes y gente interesante, las historias se entretejen y te encontrás y reencontrás con personas, mensajes, coincidencias.
De ahí nos fuimos a Capilla del Monte, ciudad cercana al Cerro Uritorco, donde se dice que hay una ciudad intraterrena muy importante llamada Erks. El marketing del pueblo está orientado a los extraterrestres, las energías y los sucesos paranormales, y nuestra primera anfitriona de Couchsurfing, Luciana, nos dijo que viviendo ahí sería imposible negar la existencia de los ovnis, porque no había capillense que no hubiera visto luces extrañas en el cielo, por lo menos. A mí me dio un poco de miedo, pero decidimos irnos al Uritorco a ver qué onda. Curiosamente o no, dimos muchas vueltas intentando encontrar la subida al cerro y nos pasó algo sólo había visto en películas: caminábamos y caminábamos y de alguna manera, siempre volvíamos al mismo lugar. Entendimos que el cerro no quería que subiéramos, y nos fuimos al estacionamiento a ver si alguien nos llevaba. Ahí encontramos al chofer de un ómnibus de excursión, que decidió que podíamos ir con todos ellos. Era un bus lleno de adultos mayores, en su mayoría, si no todas, mujeres. Con toda la banda nos fuimos a conocer el Dique El Cajón, donde hay una pirámide de vidrio muy mística y misteriosa. Cuando nos bajamos del ómnibus, las señoras nos despidieron con aplausos mientras cantaban “¡Uruguayas, uruguayas!” Fue muy divertido. En un puesto al costado de la ruta conseguimos agua caliente, ensillamos (acomodamos) el mate y compramos tortas fritas. Éstas eran cuadradas y sin agujero en el medio, pero eran tortas fritas a fin de cuentas, y al costado de la ruta había dónde comprar agua caliente… como en todos lados ¿o no? Todo era más o menos normal… Salvo por el tema de los extra y los intraterrestres.
Nuestra siguiente y última parada en Córdoba fue La Cumbre, donde visitamos a Lucía y su familia. A Lucía la conocía hacía tiempo por los blogs. Lo que más recuerdo de esos días, porque fue realmente el primer shock del viaje, fue cuando nos invitó al río. Salimos a caminar por un pedregal y allí estuvimos rato, creo que juntando retamas, hasta que en un momento Marién le preguntó, “¿Che, y el río? ¿Cuándo vamos al río?”. Lucía se rió y le dijo: “Este es el río”. ¡El pedregal era el río! Estábamos en temporada seca, así que no tenía agua. Las dos nos miramos, la cara de Marién, con ojos enormes y una risa contenida, era un poema. ¿Ríos sin agua, temporadas secas? No teníamos idea de qué era eso, en Uruguay hay cuatro estaciones y llueve todo el año, los ríos tienen agua siempre, por lo menos los que yo conozco, salvo que haya sequía o esté pasando algo extraordinario.
Después hablé con mi padre por WhatsApp (eso sí existía hace 9 años), y le conté este episodio, porque había sido muy divertido y revelador. Su respuesta fue muy graciosa, me dijo “¡Ahhh, entonces es verdad!” Me contó que cuando era chico, en la escuela, le habían enseñado de las temporadas secas y de lluvia, pero que siempre había pensado que era mentira. Yo no recordaba que me lo hubieran enseñado, pero a la sorpresa de que en otros lugares el clima se comporte distinto, me la atesoro con mucho cariño. No es lo mismo que te lo cuenten en la escuela, a vivirlo en tu piel. De hecho, yo creo que hasta que no vivís un buen tiempo en otro lugar, no te queda claro. Las personas de donde vivo ahora, un lugar con temporada seca y temporada de lluvia, no entienden tampoco lo de las cuatro estaciones, y se sorprenden cuando les cuento que, en Uruguay, los ríos no bajan de los glaciares (si no hay glaciares, no entienden de dónde viene el agua). Una vez mis vecinitos en la comunidad de Cachipampa, donde viví en la pandemia, me pidieron que los ayudara con su tarea de inglés. Linda sorpresa fue darme cuenta de que el problema que tenían no era tanto con el inglés, sino que no entendían los conceptos sobre los que habían armado la lección, y que para mí siendo uruguaya eran tan normales: las cuatro estaciones y las prendas de ropa que se usan en cada una de ellas. Estos niños no conocían el concepto de verano, ni invierno, ni tampoco ven al traje de baño, las chancletas o la bufanda como prendas que se usan sólo para un momento del año, pues en la sierra peruana de día hace calor, de noche hace frío, y las sandalias las usan los abuelos todo el día, todos los días. Ah, y la gente se mete al agua con ropa, cosa más común en Latinoamérica que usar malla.
Esta sorpresa del río sin agua fue exquisita. Me dio a entender que iba a tener muchos momentos de estos, pero sobre todo, me mostró que me gustaban este tipo de revelaciones y de choques culturales. Con esa primera situación comprendí que viajar iba a ser mucho más increíble de lo que me imaginaba, que el mundo me iba a sorprender muchas veces con detalles que a las personas locales les parecían nimios y que no iba a saber si mostrarme desconcertada o no, y con esto descubrí que las situaciones de sorpresa tocaban algo vulnerable en mí, porque no sabía qué sentir exactamente, y menos qué de eso revelar a mis interlocutores. Eso me acompañó todo el viaje, y me sigue acompañando, pero ahora sé qué es: es el saber que no sé cómo son las cosas, descubrir que no sé nada del mundo, que con conocer mi tierra no alcanza (y ahora conocer un poco de Perú tampoco), que con escuchar podcasts o leer blogs y libros no es suficiente. Nada se compara con ponerle el cuerpo a la diferencia, ponerle la piel a los nuevos aires, estar metida en la otredad, transplantarse a otra tierra, regarse con otra agua, respirar otro aire. ¡Ojalá siempre me queden lugares nuevos por conocer! Habitar esa sorpresa no tiene precio.
Con asombro y todo, seguíamos en Argentina. El acento aún era familiar, y aunque el cordobés tenga su cantito, la gente nos entendía y nosotros a ellos también. La música que sonaba en la radio era más o menos la misma que en Montevideo, los taxis tenían taxímetro, los ómnibus eran ómnibus, los domingos la gente hacía asados, cuando pedía opciones vegetarianas había un montón. En todos lados podíamos comprar yerba para el mate, ir a comer una pizza o unos ravioles. La mayoría de la gente sabía dónde está Uruguay, conocían o a Zitarrosa, o a Drexler o a Jaime Roos. Los kioskos tenían alfajores. Había panaderías en cada cuadra, con facturas, que no son como los bizcochos pero se parecen bastante.
Todavía no había probado ninguna comida nueva, aunque sí habíamos hecho una torta de chocolate para nuestra couch de Capilla, y nos había salido completamente desastrosa porque ¡oh sorpresa!, los ingredientes allá eran distintos a los de Uruguay.
Y nosotras pensábamos que, seguramente, toda Argentina iba a ser más o menos lo mismo. No sabíamos que Córdoba era la frontera, y que de ahí para el norte nos íbamos a encontrar con cosas cada vez más nuevas.
Me gusta como sigue tu viaje, o sea que conociste a Lu hace muchos años!
La verdad es que las cosas que leo las siento “algo” familiares por todo lo que he leído de ustedes durante tantos años. Me falta esa sorpresa del mundo de la que hablas.
Renata recién hoy te leo pues quería dedicarle el tiempo correcto!!! Que lindo lindo!!! Siempres las recuerdo asociando al árbol de damascos, que años después se llevó el tornado!!