Belén, Londres y el Shincal de Quimivil
La famosa Ruta 40, nuestro primer sitio Inka y un montón de pensamientos sobre la interpretación arqueológica, la gente de las capitales y la deconstrucción implícita en los viajes largos.
Julio, el dueño del hostel donde nos quedamos en Fiambalá, nos llevó en camioneta a Cerro Negro, donde se unen las rutas 60, por dónde él seguiría a San Fernando del Valle de Catamarca, y la famosa 40, ruta legendaria que recorre el país de Norte a Sur, y es eje de muchos viajes por Argentina, como la Ruta 66 en Estados Unidos o la Carretera Panamericana en Sudamérica. Por ésta íbamos a intentar ir nosotras. Según Julio, no íbamos a tener que esperar mucho. Cuando nos dejó ahí y se fue, de repente la inmensidad del desierto se hizo muy intensa, pero también fascinante. No había nada, ni nadie ¿de verdad iba a venir alguien? Había mucho sol, pero el viento insoportable del día anterior había amainado. De hecho, habíamos tenido que pasar el día encerradas en el hostel porque era demasiado fuerte y, claro, venía super cargado de arena. Jon, el amigo alemán que hacía vinos, nos invitó a su bodega para cargar botellas, y luego almorzamos entre mates hablando de la revolución. Es muy interesante la gente que conocés viajando, de repente te empezás a cruzar con todo tipo de idealistas del mundo, de diferentes países, edades, contextos. Jon tenía 57 años, soñaba un mundo mejor, uno donde se pueda vivir de fabricar un buen vino, también tomarlo, reírse con amigos, conocer personas diferentes, comer cosas ricas, enamorarse, compartir y olvidarse de las fronteras, reinventar el mundo en base a lo que quiere la gente común y corriente como las señoras que hacen tortas de turrón, los bodegueros que hacen vino, los albañiles que hacen adobes, los dueños de hostales, las mujeres que viajan a dedo.
Por suerte, Julio tenía razón. En seguida paró un auto. Era un cordobés llamado Sebastián, que trabajaba en una mina cercana. Nos contó que en realidad no paró por nosotras, sino que su jefe lo llamó por teléfono y había parado para atenderlo (increíble, creo que diez años después nadie para para atender el teléfono, lamentablemente). Lo primero que nos preguntó cuando nos acercamos a su ventana fue de dónde éramos. Cuando dijimos que de Uruguay, nos abrió la puerta, diciendo “Por la ropa y la onda de ustedes, pensé que eran de Buenos Aires. ¡Si eran porteñas ni loco las llevo! Pero con las uruguayas todo bien.”
Ahí empezamos a descubrir que la gente del interior odia a los de las capitales. “¡Eureka!” Dirán muchos… Y sí, después de estar viajando y evitando las capitales y ciudades grandes, y viviendo en el interior de Perú (en provincia, como dicen acá) por tantos años, esto es una obviedad; pero cuando recién salimos éramos dos capitalinas, totalmente ignorantes de estas cuestiones, aunque fuéramos las dos de barrios de la periferia montevideana y creyéramos que eso nos hacía diferentes a la gente del centro o de los barrios pudientes y con acceso a todos los servicios, éramos de la capital… Y claro que sí, que hay diferencias entre ser del centro y poder ir caminando a todos lados y ser de un barrio alejado y tener que tomar dos ómnibus para ir a estudiar; entre tener cerca de tu casa cines y teatros y poder tomar un taxi para volver a tu casa, y ser de un barrio dormitorio, al que no se puede volver en Uber porque sale carísimo y nadie te quiere ir a visitar porque les da miedo (a veces ni siquiera los taxis te quieren llevar). Pero para la gente del interior profundo de cualquier país, somos todos lo mismo. Y la verdad es que, en lo que respecta a entender la realidad de la gente que vive en el campo o en pueblitos pequeños, sobre todo en países tan enormes como Argentina o Perú, sin dudas que entramos en la misma categoría que cualquier otra persona de la capital que no comprende ni la cultura, ni la realidad diaria de vivir en esos lugares. De hecho el problema no es solamente no entenderlo, sino no darse cuenta de que hay algo que no estás entendiendo, que hay una realidad que te es ajena y que no deberías intentar explicar, que hay un territorio del que no sos parte y ante el cual solamente deberías hacer silencio y escuchar. Eso a los de las capitales nos cuesta mucho, y ni siquiera estamos al tanto. A los capitalinos también se nos hace difícil no querer exportar nuestro estilo de vida, nuestros valores, nuestra cultura globalizada, al resto de nuestros países. Después de todo, somos las víctimas principales de esa globalización, y ni nos enteramos. Y lo más interesante es que cuando viajás, las capitales se vuelven todas mas o menos iguales, y la identidad de los países nunca la encontrás allí, sino, justamente, en ese interior que los capitalinos tendemos a querer cambiar y “civilizar”, llevando nuestros ideales, nuestras formas de hacer política, nuestra educación, etc. No wonder que la gente del interior no nos soporte.
Cuando llegamos a Belén, un pueblito chiquitito pero pintoresco, dejamos todo en el hotel Gómez, un hotelito muy pequeño y familiar. De ahí nos fuimos, también a dedo, al pueblito de Londres, para llegar al Shincal de Quimivil, nuestro primer sitio arqueológico Inka.
Este sitio fue construido y habitado entre 1471 y 1536. Según los investigadores, el trazado urbanístico se asemeja mucho al de Cusco, por lo que se cree que era un centro poblado muy importante para el Collasuyo, área sur del Tawantinsuyo Inca (imperio de los Cuatro —tawa— Suyos, o sea cuatro regiones: Chinchasuyo al norte, Collasuyo al sur, Cuntisuyo al oeste y Antisuyo al este). El nombre Shincal viene de unos árboles nativos, los shinquis, que cubrieron todo el sitio durante muchos años, colaborando con su preservación, y Quimivil es la quebrada en la que se encuentra, que toma su nombre del río que la recorre.
Para mí fue muy impactante, nunca había visto un lugar así, en Uruguay hay muy poca atención y financiamiento para la investigación arqueológica, además de una cultura blanqueada —whitewashed en inglés, no sé si hay un término mejor en español—, que cree que antes de que llegaran los europeos ahí no había nada, o peor, que las personas que habitaban nuestro territorio eran gente que no tenía absolutamente nada interesante —ni conocimientos, ni tecnología, ni arte, ni recursos espirituales— para compartirnos. Al entrar pasabas por un pequeño museo interpretativo, donde entre infografías y carteles ibas entendiendo un poquito de qué se trataba el lugar y la enorme importancia que se deduce que tuvo para el Collasuyo (se cree que hasta puede haber sido la capital). De ahí volvías a salir para recorrer el sitio; cuando nosotras fuimos no había guías, pero leí que ahora sí. Como en todos los demás sitios a los que fui después, es difícil entender algo cuando nadie te explica nada, ves un montón de piedras y muros que no pueden hablar. ¿Quiere decir esto que aconsejo contratar guías? No necesariamente, y es un tema difícil. Creo que es bueno hacerlo si tenemos a alguien de nuestra total confianza que no va a inventar historias y que realmente pueda responder nuestras preguntas y decir “no sé” cuando no sepa. Cuando yo llegué ahí, venía de tener muchas conversaciones con un amigo y compañero de la universidad, Rodrigo, que es historiador porque en la Facultad de Humanidades entendió que interpretar a los seres humanos a través de objetos era demasiado propenso al divague. Cuanto más viajé por sitios de los que no hay mucha historia escrita y la oral quedó totalmente oscurecida, más comprendí que todo lo que te cuentan los guías son teorías. De hecho, ya en Machu Picchu, me paré en medio de un espacio para escuchar lo que decían 3 guías al mismo tiempo sobre una misma cosa, ¡y todos estaban diciendo algo diferente! Ni que hablar de aquellos guías que parecen una radio, a los que les hacés una pregunta y retoman la frase que venían diciendo, repitiendo un libreto que seguramente dicen cinco veces al día, todos los días, desde hace quince años. Es tan impresionante que terminás más hipnotizada por la cadencia de ese argumento tan ensayado, que por el contenido… No soy anti-guías, ojo. Pero la verdad es que hay que tener mucha suerte para encontrar uno o una que realmente ame lo que hace, tenga curiosidad y cariño por compartir. Así que, en mi opinión personal, lo mejor es leer algunas teorías sobre el lugar al que vamos y conectar con la intuición propia estando ahí, para ver qué nos resuena que puede ser cierto.
Al centro había un altar para rituales, y en todo el predio las paredes de piedra delimitaban edificios y espacios. Era bastante impresionante, y a la vez al haber tan poca gente, se sentía mucha paz, se podía caminar tranquilamente, observar los árboles, los diferentes recintos, y las llamas. ¡Era la primera vez que veía llamas en su hábitat! Había corrales hechos de piedra y sentí que estaba en un viaje en el tiempo: en Uruguay te explican que la división de los campos se hizo con alambrados en la época de Latorre. Yo ni sabía que antes de eso la gente dividía el campo con pircas o paredes de piedra, y me sentí una completa tonta dándome cuenta ahí, e incluso peor después, cuando, viajando ya por Bolivia, me di cuenta de que son prácticas que siguen vivas, que los alambres son algo muy nuevo en el mundo (además de caro o inaccesible si vivís lejos de las ciudades), comparados con las piedras, que han sido un recurso para los humanos desde el principio de los tiempos.
Otra vez, como con el río seco de Córdoba, como con el Zonda en Catamarca, me daba cuenta de que había tantas cosas en las que nunca había reparado a pensar, me preguntaba cuánta sería la información que en 29 años había pasado a través de mí como si yo fuera un colador. Tantas cosas que sabía, pero no sabía realmente, porque nunca las había conectado con otras. Era como tener cientos o miles de neuronas sueltas, sin armar red. El viaje me estaba ayudando a unir los puntos, algunos de ellos de tan discretos parecían olvidados, pero estaba todo ahí. Era como ir poniendo luz en un tejido, o como terminar de coser un sweater de lana, uniendo las mangas, el cuerpo, el cuello. Tal vez sí, como intuía en Montevideo, conocer Sudamérica era importantísimo para entender a mi país, para entender mi historia, mi familia, mi tierra. Ya no solo por todo lo nuevo que podía aprender, sino por las conexiones que podría hacer de las cosas que ya sabía.
Empecé a darme cuenta de lo importante que es no sólo tener la mente abierta, sino poner en duda lo que ya conocés. No sólo había que escuchar y descubrir, también había que cuestionar, repensar, volver a hilar lo que iba encontrando con todo aquello que en Montevideo daba por sentado. Y no es fácil. Porque te pone en duda también a vos misma, a tu identidad. Y ante eso, había que aprender a ser muy humilde. Este ejercicio era tan profundo como nos habíamos imaginado con Marién antes de salir. La humildad era necesaria para poder abrazarnos a alguna parte de nosotras mismas, quizás siquiera a esa parte que dice “no sé, no entiendo, nunca me pregunté esto antes, nunca estuve frente a algo así, quizás en mi país me explicaron todo mal”, ante todas las pequeñas cosas que sucedían todos los días y nos hacían replantearnos lo que habíamos aprendido, lo que nos habían enseñado, lo que habíamos escuchado a todo el mundo repetir como loros toda la vida. Las dos estábamos pasando por lo mismo. ¿De qué nos podíamos agarrar si poníamos todo en cuestión? ¿Quiénes somos nosotras si nos damos cuenta de que vivimos tantos años en el piloto automático de nuestra sociedad? Creo que sólo las personas que viajan así, con esa intención, y los migrantes, viven este tipo de problemas. No es tu “zona de confort” personal, de esa una puede salir en su país, es la zona de confort de tu cultura, de tu pueblo entero, son las historias que tu sociedad se cuenta, las narrativas que se pasan de generación en generación para ubicarse en el mundo, darse un espacio en una realidad global. Son las cosas que todo un país da por sentadas y todas las que elige no preguntarse. En las pequeñas prácticas cotidianas de las personas de otros lugares es que te das cuenta de que creíste que sólo había una manera de hacer las cosas, cuando hay millones.
Me parecía increíble que estando tan cerca de casa aún, aparecieran todas estas cosas. Nos faltaba llegar a Bolivia y que nos ofrecieran “un mate” y con ilusión gritar que sí para recibir después una taza: en la región andina se le dice mate a cualquier infusión. Faltaba realmente entender que en los Andes sólo hay dos estaciones, lluvia y seca, y que nadie entiende qué es el otoño. Faltaba pasar meses bañándome con agua semi fría, porque las duchas que existen en casi todo el continente son las eléctricas, lo que en Uruguay llamamos chuveiro. El calefón eléctrico —el viejo y querido James— que tiene todo el mundo en Uruguay no lo volví a ver en ningún lado, la gente que puede usar un calentador de agua potente, usa los que son a gas.
¿Y sabían que esa leyenda de que el himno de nuestro país es el segundo más lindo después de la Marsellesa está extendida por todos los países de Latinoamérica y que hay gente en todos lados que es capaz de pelearse diciendo que leyó esa información en una fuente muy confiable, cuando se ve que es un cuentito que se repite a lo largo y ancho del continente para dejarnos a todos contentos?
Y ni me quiero meter en cómo las radios en todos los países dicen lo mismo sobre la inseguridad, o los periodistas de la tele, sean de donde sean, tienden a acusar a su país de ser el país con más feriados del mundo y a la gente de ociosa… A veces, yendo en taxis, me preguntaba si podría darme cuenta de en qué país estaba por el contenido de estos medios, porque desde México a Uruguay dicen todos las mismas cosas.
¿Entonces, quiénes somos? ¿Somos lo que nos dicen en la radio que somos? ¿Lo que nos dijeron que somos en los libros de historia? Salimos de viaje pensando en cuestionarnos nuestras propias vidas, nuestros sueños, nuestras historias. Nos estábamos dando cuenta de que habíamos puesto bajo la lupa a nuestra identidad uruguaya también. Y que podíamos mirar con cuidado a las sociedades que teníamos en frente. ¿Quiénes son los argentinos, nuestros hermanos que amamos odiar? ¿Por qué les tenemos bronca? ¿Y los bolivianos? ¿Qué me dijeron que tenía que pensar de los bolivianos? ¿Por qué hay un consenso continental en tenerle idea a los chilenos? ¿Cuáles son cosas que yo realmente creo y cuáles las repetí porque quedaba bien? ¿Qué partes de la cultura —la mía o la de los demás— eran auténticas y cuáles eran un relato que alguien más quería imponer? ¿Hasta dónde podíamos ver a los demás sin teñirlos de los prejuicios que traíamos de casa, perpetuados desde cuándo, con qué fines?
Iba a ser un viaje intenso. Iba a ser un trabajo interesante. Y nos iba a gustar tanto, que las dos decidiríamos hacernos migrantes, para que estas preguntas no dejaran de golpearnos la puerta todo el tiempo.
PD: Reconocimiento especial en esta entrega a Marién, que me está ayudando a recordar con fotos, audios y videos, y leyéndome su cuaderno.
Gracias amiga, sin vos esta historia sería otra.