Amaicha del Valle, Tucumán, y Cafayate, Salta.
Un pueblo con 360 días de sol, un dique y muchas espinas.
Cuando nos fuimos de Santa María, salimos temprano y nos tomamos un bus para ir a Amaicha del Valle. Norma, la mamá que nos había recibido en su casa, había salido antes de que nos despertáramos, y no la habíamos podido saludar, y eso nos había puesto un poco tristes, hubiéramos querido agradecerle una vez más por su amabilidad y su calidez. Podría dejar esta anécdota para el momento que le corresponde en la línea de tiempo, pero temo que se olviden de ella, así que lo voy a contar ahora: unos días después nos subimos a un bus para ir a Salta, y a mitad de camino, éste hizo una parada para que quienes quisieran, bajaran al baño. Mientras el bus estaba parado, por la ventana ¡vemos salir del baño a Norma! Nos bajamos corriendo para saludarla, y ahí nos dimos cuenta de que ella estaba en el mismo ómnibus que nosotras. Pudimos saludarla otra vez cuando nos bajamos todas. Magia del viaje, no nos quedó el abrazo pendiente.
En Amaicha nos encontramos con Matías, un amigo de Rocío que nos iba a ayudar a intentar conectar con nuestra anfitriona de Couchsurfing. Fue casi imposible, y cuando lo logramos, no quedaba claro que nos pudiera hospedar. Al final, pasamos la primera noche en una carpa en el patio de la casa de él, rodeadas de perros, gallos y gallinas. ¡Una locura! Apenas pudimos dormir.
Al otro día estábamos super frustradas, se suponía que Amaicha era uno de los lugares más bellos del Noroeste Argentino, pero si las cosas no fluían mejor, sabíamos que había que seguir camino hasta el pueblo siguiente, que podía ser Tafí del Valle, en Tucumán, o Cafayate en Salta. Cuando ya estábamos decidiendo para dónde ir, recibí un mensaje de Niko, el griego que habíamos conocido en el Shinkal y vuelto a ver en Hualfín. Nos decía que estaban ahí, quedándose en una casita que alguien les había prestado, y que podíamos quedarnos con ellos una noche si queríamos. Decidimos que sí, y nos fuimos caminando hacia donde nos dijeron que estaba la casa, yendo al Dique Los Zazos. La casita estaba llena de libros, eso me hizo sentir bien, los libros siempre me hacen sentir que llegué a un hogar. En seguida me puse a mirar si había algo que me interesara leer. Agarré uno, no recuerdo cuál, creo que de Nietzsche. De ahí, nos fuimos a caminar al dique, siguiendo una acequia. Amaicha tenía mucho verdor, pero también muchas espinas. Había árboles y agua, y un cartel en la plaza principal decía que tenían 360 días de sol al año. Pensé en Atahualpa Yupanqui, en los gauchos, los caballos, el folklore. Estar en las raíces de esa música me emocionaba, me acordaba de estar con mi padre en el living de casa jugando a adivinar ritmos folklóricos. ¡Qué ganas de estudiarlos, bailarlos, conocer a la gente que los toca y los vive! Esas ganas las tengo hasta ahora, tal vez es un viaje que haré en otro momento.
Esa tarde recuerdo que, en un momento, con Marién queríamos hacer pis. No sé por qué no fuimos al baño, si no se podía o cuál era el problema, creo que los anfitriones habían salido y no podíamos entrar en la casa, la cosa es que nos fuimos a buscar algún lugar entre las plantas, igual estaba oscureciendo. Cuando nos agachamos (un poco alejadas una de la otra, con confianza pero tampoco la pavada), ¡nos dimos cuenta de que estábamos en un lugar lleno de cactus! Quedamos con la ropa llena de espinas, que nos tuvimos que sacar con mi pinza de cejas una a la otra, algunas habían atravesado la tela, por suerte la mayoría no. No puedo explicar lo tontas que nos sentimos, pero también cómo nos matamos de risa. Son estas cositas las que te van mostrando que estás en un espacio desconocido, del que no tenés idea. Nosotras no habíamos visto que todo lo que parecía pasto eran pequeños cactus, y que aparte de las espinas grandes, los cactus tienen unas muy chiquitas que parecen pelitos, pero que también pinchan… Y peor, son muy difíciles de sacar.
Por la noche los chicos nos dijeron que irían a cenar a la casa de un señor amigo de quien les había prestado la casa, y que podíamos unirnos. El vecino tenía una personalidad histriónica y mil historias para contar, la casa era muy interesante, con paredes de barro, vitrales de botellas, percheros hechos con ramas y bibliotecas con libros. Armamos un fuego en el patio, alrededor del cual cantamos, cocinamos una pasta e hicimos Tai-Chi. Tomamos vino, nos reímos mucho, hasta que en un momento cayó una piedra en medio del círculo. Pensamos que alguien la habría arrojado, así que salimos a buscar si era un niño jugando o quién. No encontramos a nadie, nos pareció bastante raro. Cuando nos volvimos a sentar alrededor del fuego, cayó otra. Nos asustamos un poco, y nos costó volver a distraernos, y por más que buscamos y miramos, no pudimos develar cómo habían caído las piedras en la fogata. Fue una noche muy loca, pero también muy divertida.
Al otro día los chicos se iban temprano a algún lado, no recuerdo a dónde, así que después de despedirlos, les dejamos una postal y unas naranjas y nos fuimos. Habíamos decidido que queríamos llegar a Cafayate, en la provincia de Salta. De alguna manera tener que irnos de Tucumán nos frustraba, pero parte del aprendizaje del viaje es a aceptar las cosas rápido y fluir con el camino. Suena muy zen y a la vez muy abstracto, pero se trata básicamente de entender las señales que cada lugar nos da, o de escuchar lo que nosotras sentimos en los diferentes sitios. Hay pueblos y ciudades donde todo parece salir mal, no encontrás dónde dormir, los amigos que te ibas a cruzar no aparecen, la comida no te gusta, la plata no te alcanza, tenés frío o te corre un perro. Pueden ser detalles pequeños, pero que van sumando a la incomodidad, a decir “acá no estoy bien”. Y es difícil aceptarlo cuando tenés muchas expectativas. Pero el viaje te va enseñando que también existen los lugares en donde todo parece perfecto, conocés a la persona indicada, te invitan a hacer algo inesperado, ves un paisaje que te maravilla o probás un plato espectacular. Y sabiendo que existen estas dos realidades, es importante soltar rápido los lugares que no nos van tan bien, para seguir caminando hacia otro. Creo que lo más elocuente para mí respecto a esto, son los encuentros y las coincidencias. Un día más en un sitio que no nos gustaba podía cambiar un encuentro con alguien que sólo iba a estar en el pueblo siguiente el día en que íbamos a llegar, o encontrarnos una fiesta o un concierto con fecha única. Al principio estas pueden ser teorías, pero conforme pasan los días, los destinos y las personas, hay muchas sincronías que sólo suceden porque justo en vez de ir a A te fuiste a B, o porque en vez de quedarte tres días en ese pueblito que creíste que te iba a encantar, te quedaste uno solo. Mientras las semanas pasaban, nos dábamos cuenta de que no había que forzar nada, si nos gustaba un lugar, ¡tal vez algo mejor nos esperaba más adelante!
Cafayate
De Cafayate no tengo casi nada escrito. Me acuerdo de que fuimos a un almacén (tienda de abarrotes) que tenía piso de madera y vitrinas antiguas, una balanza vieja, bollones para caramelos y latas de galletas. Era como un viaje en el tiempo, ese lugar me trajo recuerdos de mi infancia: me acordé del almacén al que iba con mi abuela, el almacén “del gallego” del que no recuerdo el nombre, pero sí su risa, sus chistes (que yo no entendía), su pantalón de vestir, camisa y boina. Recordé el olor del almacén, que siempre supuse una mezcla del aroma del piso de madera vieja y encerada que temblaba al caminar, con el de las verduras y frutas que tenía ordenadas en un rincón cuando llegábamos muy cerca de la siesta y aún no las había puesto en la vereda. En este almacén también había estanterías que llegaban al techo, y yerba suelta para comprar al peso. En Cafayate las calles tenían adoquines y farolitos, todo era muy pintoresco, como un viaje en el tiempo al siglo pasado. Si tuviera que ponerle un sonido, sería una radio a pilas pasando un tango desde una radio AM.
Nos quedamos en un hostel donde conocimos a otros viajeros muy lindos, hubo una chica que nos contó de su viaje y nos hizo sentir que todo iba a estar bien, nos transmitió confianza en la magia del camino y en todo lo que venía por delante. ¡No llevábamos ni un mes de viaje! Aún cargábamos miedos, incertidumbre, muchas preguntas y muchas expectativas. Los encuentros con viajeros con rato en la ruta son muy importantes al principio del viaje, hablar con gente que lleva tiempo viviendo así es revelador en momentos de duda, ya sea para decidir seguir, volver o planificar la ruta. Creímos que íbamos a volver a verla, pero jamás nos cruzamos de nuevo. No recuerdo su cara, pero se llamaba Mariu, y era argentina.
Caminamos por ahí, y decidimos seguir para Salta “La Linda”. La región de Cafayate está dedicada a la vitivinicultura, y todo parecía estar enfocado a turistas con otro poder adquisitivo, nos dio la impresión de que era un buen lugar para ir de luna de miel: ofrecían degustaciones de vinos, almuerzos y cenas en restaurantes con comida fina, tours completamente organizados, caminatas por callecitas de postal y días enteros de spa. Vimos desde un bus las formaciones rocosas y rojizas de la Quebrada de las Conchas, y aunque nos dio ganas de bajarnos, ya habíamos encontrado un anfitrión de Couchsurfing en la capital de la provincia, que tenía que salir de viaje y necesitaba que llegáramos pronto para dejarnos las llaves de su casa. Sí. ¡Dejarnos las llaves para poder irse a pasar unos días con sus amigos! Íbamos a tener una casa para nosotras, y en el viaje esto es una suerte que no se puede desaprovechar…
Me quedo con la intriga de las piedras en la fogata 😱😱😱 y admirada de toda la aventura y las sincronías que te regala un viaje como este 💙✨.