12 de octubre, no hay nada que celebrar.
Un 12 de octubre llegamos a Jujuy para encontrarnos con la América indígena que recién estábamos descubriendo. 9 años después, me sé parte de un telar multicolor.
Cuando llegamos a Jujuy, era 12 de octubre, y lo primero que nos encontramos en la plaza, al atardecer, fue una especie de manifestación, aunque también parecía una fiesta: había una ronda y en el medio una fogata donde estaban quemando palo santo, había cantos y música, las personas llevaban muchas whipalas (banderas que representan la diversidad étnica del Abya Yala o América, el continente) y otras banderas. Detrás había pancartas que decían “Resistencia indígena”, pero con la música y el humo sagrado, había aires de protesta, de celebración y también de ceremonia. Hacía ya más de veinte años que se habían conmemorado los 500 años desde la llegada de Colón al continente, y a pesar de que en la escuela me enseñaron los nombres de las carabelas y toda esa historia, la cultura popular cada día lograba avanzar más y más en el imaginario colectivo, dejándome claro de que esta fecha era un día de conmemoración del comienzo de muchísimos hechos atroces, y no un descubrimiento o un “encuentro de dos mundos”.
Nos acercamos al tumulto y vimos señoras con polleras, hombres con ponchos, muchos sombreros. Quise sacar fotos, para mí era una belleza y estaba impactada, este tipo de manifestaciones no eran muy comunes en el Uruguay de 2015, pero una doña me empezó a gritar que era una falta de respeto. Me sentí muy incómoda, pasé de sentirme parte de todo eso a verme a través de la mirada de esa gente: como una invasora. Me dolió, me chocó y supongo que fue uno de esos momentos en que latió fuerte en mí la pregunta de ¿en dónde encajo yo en todo este rompecabezas que es el continente? Como les conté en una de las primeras entregas de este newsletter, esa pregunta la tenía desde antes de salir, pero encontrarme con personas que me marcaban como diferente o como ajena a esta tierra me resultó muy fuerte, casi como un baldazo de agua fría, me dejó sin palabras.
En Uruguay siempre me consideré blanca, pero todo el país —supuestamente— se veía así, y la blancura de alguien de Uruguay definitivamente no es aquella que vive en el imaginario norteamericano o europeo. Es difícil para alguien de Uruguay, creo, intentar encajarse en esas categorías, pues todos tenemos alguna dosis, mayor o menor, de mestizaje, así que dentro de las categorías que existen, la mayoría nos nombramos, si es que tenemos que hacerlo (y conste que en Uruguay jamás te preguntan tu raza o algo así en ningún lado), blancos o europeos. ¿Y eso por qué? Bueno, entre otras cosas porque, aunque sepas que tenés sangre indígena o negra, si aparte de algún leve rasgo físico que podría venir de esas raíces no tenés una conexión cultural con ningún linaje que te dé pertenencia, parece un poco ridículo nombrarte charrúa, afrodescendiente o guaraní. Al menos así lo vivía yo, y tampoco me cuestionaba demasiado el tema, al jamás haber vivido discriminación racial (aunque en Uruguay me dijeron que tenía “cara exótica” toda la vida), para mí no era un tema relevante. De todas formas, jamás vi en el espejo a una descendiente de europeos pura, en primer lugar porque me siento americana, y en segundo, por que sé de mis raíces.
Mi tatarabuela, la abuela de mi abuela materna, era indígena, y siempre fue un orgullo para mí y para toda mi familia, pero esto nunca me hizo sentir apartada de cualquier amiga descendiente de lituanos o húngaros, o de las que tenían la piel oscura y rulitos: para mí éramos todas igualmente uruguayas, jamás se me pasó por la cabeza que unos tuvieran más derecho que otros a sentirse parte de esta tierra. Yo también sabía de mi tatarabuela de padres ingleses, casada con un vasco en Colonia, de los antepasados de mi abuela paterna que llegaron de Brasil, de los vascos de Salto, o del mismo tatarabuelo italiano que se casó con la abuela nativa.
Las historias de todos los inmigrantes de mi barrio, un barrio que se forjó gracias a muchísimas personas llegadas de todos lados y que por años se llamó Villa Cosmópolis, sí eran parte de mi vida cotidiana, y la moraleja de las historias que contaban siempre era que Uruguay los había recibido y dado un hogar, y que en esta tierra habían podido ser libres, tener hijos, trabajar, cuidar la tierra, sembrar sus quintas y dormir la siesta bajo sus parrales, en paz. Creo que únicamente en la crisis económica del 2001 y 2002, cuando muchas personas emigraron a Europa, se volvió importante poder comprobar esa ascendencia, para poder escapar hacia el primer mundo, como los abuelos habían escapado de allí hacia nuestro continente tantos años antes. Y sí, por supuesto que no voy a dejar esto al margen: aún así, con todo lo que les digo, no puedo negar que siempre hubo en mi cultura, igual que en casi todos lados, una valoración especial por la piel blanca, el pelo rubio y los ojos claros. Pero yo, con mi piel marrón, mi pelo castaño (que descubrí que no era negro en Perú, cuando me hice mi primer documento de residencia) y mis ojos marrones, jamás sentí que mis colores fueran un problema, como sí lo era mi clase social o vivir en el barrio en el que crecí, pero eso es un tema para otro artículo. ¿Estoy diciendo con esto que la discriminación en Uruguay no existe? Claro que no. Mi experiencia es una en tres millones, y jamás deberíamos traspasar nuestra vivencia personal o usarla para invalidar las de otros. En estos años he conversado con afrouruguayos y me han compartido historias muy tristes y lamentables sobre ser negros en Uruguay. Imagino que similares experiencias tienen los afrovenezolanos, los afrocubanos y todas las personas con piel oscura que llegan al país. Y sé que también viven discriminación aquellos que se identifican a sí mismos como indígenas.
Yo, a pesar de saber y reconocer siempre a mi tatarabuela María, la charrúa, creo que nunca me sentí indígena, porque no podía apreciar si había cosas en mi cultura y en mi vida, aparte de mi sangre, que realmente pudieran decirse charrúas o de algún pueblo originario. Cuando yo nací y crecí, o en los ambientes donde yo crecí, estos temas no se estaban debatiendo como ahora, lo que escuchaba a mi alrededor era que las personas que se hacían llamar charrúas eran poco menos que unos delirantes, que se imaginaban pertenecer a un pueblo perdido que ya no existía, del que no sabían nada y mucho menos podían ser herederos. Eso era lo que se hablaba, la gente se reía de ellos, comentaban que cómo alguien iba a decir que era indio si tenía ojos azules o el cabello rubio. Yo no sé si llegué a formar una opinión sobre esto, seguramente alguna vez me reí, sin darme cuenta de que yo también tenía toda esa mezcla genética y, por las cosas del azar, me tocó el color de piel que me tocó, y a otras personas de mi familia le tocaron otros; yo siempre asumí mis rasgos como una muestra de mi sangre ibérica, con salpicaduras sefaradíes de las que no tenemos constancia, aunque supiera de lo charrúa. Acepto que en esa época recién estaba problematizando el tema de “la raza”, pero me sentía muy americana, conectada con los pueblos de esta tierra. Iba a temazcales, a rezos de tabaco, me interesaba el Camino Rojo y sentía que toda esa espiritualidad, de alguna forma tenía que ver conmigo, con mi sangre y mi historia. Y a la vez, jamás en la vida me habían discriminado por mi color de piel, me sentía parte de la masa heterogénea de gente en Latinoamérica que se considera blanca y se sabe completamente mestiza, sin que eso sea ningún conflicto, porque ¿acaso no somos todos un poco más o un poco menos mestizos? Pero que estas personas me gritaran porque yo les estaba faltando el respeto me puso afuera, me puso en el lugar de la colonia, de la blanquitud, o no sé de qué. Y los puso, automáticamente a ellos en el lugar de unos otros, cuando yo, hasta tomando la foto, los estaba viendo como mis iguales, mis hermanos, mis compatriotas.

El viaje me iba a mostrar que a los otros no les importaba cómo me veía yo, ni cuál era mi historia, ni las complejidades en la visión de nosotros mismos que tenemos los uruguayos. A partir de ahí, me iba a encontrar con gente que me iba a ver gringa, con gringos que me iban a ver indígena y con todas las posibilidades en el medio. Para unos era blanca, para otros era oscurita, y también me llamaron “marrón”.
Después de casi 10 años, creo que este tema no tiene una resolución objetiva. Las personas ven a los demás con los lentes que su cultura les impuso para clasificar las cosas, para definir unos ellos y unos nosotros. Volver esas categorías algo más permeable es algo que creo que sólo sucede cuando nos conocemos y nos mezclamos, y sobre todo, cuando te toca a vos ocupar el lugar de una otredad que te era ajena. En estos diez años he sido blanca, he sido marrón; he sido asumida como canadiense, como europea, como limeña y como comunera indígena. Me han hablado en inglés, en español, en quechua. Han creído que soy muy pobre, y también que soy muy rica. Los colores de piel no son una escala que dé información clara de nada, ni tampoco la ropa o los idiomas, porque lo que para unos significa una cosa, para otros da a entender otra. He aprendido a no enojarme cuando los locales en la sierra peruana me dicen gringa, y a no reírme cuando algún europeo me ve como una increíble india peruana que quién sabe cómo aprendió a hablar inglés. Aprendí que es verdad que la belleza está en los ojos de quien mira, y también en ellos mismos vive la discriminación, el desprecio, la necesidad de clasificar a la gente. Y que definitivamente, esta es una tierra enorme y diversa, y que cuanto más nos mezclamos, más bonito aprendemos a entendernos, a querernos, a valorar lo que cada uno es y puede dar.
Me gusta saberme parte de este continente, me gusta tener sangre de por aquí y de por allá. Y, aunque esos choques con personas que se sienten 100% indígenas han sido duros (y de algunos de los choques con blancos mejor ni hablemos…), lo agradezco y lo abrazo, porque me han hecho preguntarme cosas, investigar mi árbol genealógico, conectar con mi tatarabuela, abrir mis brazos para agradecerle a esta tierra por habernos dado hogar a mí y a todos mis antepasados. A mi compañero y a todos sus antepasados. A mis amigas y a todos sus antepasados. A mis vecinos y a todos sus antepasados. A mi comunidad y a todos sus antepasados. Al final, es como decía la abuela Sida, italiana y abuela de mi amigo Mauro: desde que llegamos acá porque veníamos muertos de hambre, somos de acá. Desde que tenemos hijos y nietos acá, somos de acá. Desde que aprendimos a que todos necesitábamos echar raíces acá, tanto el vecino negro, el judío, el armenio y el polaco, todos fuimos de acá. Y eso no niega las atrocidades y el dolor infligido sobre las personas que vivían acá antes, ni su legítimo derecho a habitar, nombrar, caminar y ser parte de este territorio a su manera, y no a la manera impuesta por los Estados nacionales republicanos eurocentristas. Y hay que reconocerlo. Y trabajar en eso, porque ese dolor persiste, aunque en países como el mío sean muy pocos quienes quieran apropiárselo. Lo sepamos, o no, es la historia de nuestros antepasados y es la historia de nuestra tierra, y todo eso está impregnado en nosotros. Nos debemos escuchar todas las voces de quienes se saben, se sienten y son indígenas, porque son quienes más conocen el territorio, sus plantas, sus ríos, sus animales, sus cerros y playas. A los que se ven como creemos que se ve un indígena, y a quienes no, también. Y seguir construyendo juntos este continente que tanto amamos, con amor. Buscando formas nuevas, que sean auténticamente nuestras, que vengan de la sabiduría misma de este espacio en el que convivimos, y para eso, la voz de los antiguos guardianes y de los nuevos también, tiene que ser la primordial.
Hoy es 12 de octubre de 2024. No hay nada que festejar. Pero sí queda mucho por pensar, por sentir y por hablar. Queda mucho de nosotros mismos por conocer, muchos abuelos y abuelas a quien ponerles una velita en nuestro altar y agradecer su sangre corriendo por la nuestra. Queda conversar con los vecinos para seguir entendiendo la tierra que habitamos, queda mucho conocimiento por revivir y resucitar. Hoy quiero honrar a mi tatarabuela y a todos sus antepasados. Y a cada una de las personas que en estos 500 años mantuvo viva aunque sea una tradición, un nombre de una plantita o de un árbol, una palabra en su idioma, un canto, un instrumento musical, una poesía, el nombre de un río o la forma de curar un empacho. Un ritual para bendecir un nacimiento, o simplemente mirar la luna.
Gracias a todos ellos. Su memoria sigue viva, en nuestras pieles y nuestros huesos, y cada vez más también en nuestras voces y nuestros relatos.
Inambí sequer, geppián ti jú. Resucitando el saber, sembramos poder.
¡Que hermosooooo! Casa vez escribes más lindo y me dejas pensando más.
Yo me considero mestiza, me gusta serlo, me siento colombiana, latinoamericana. No he buscado en mis raíces, pero seguramente mi abuela materna de ojos azules era de descendencia española o ni idea de dónde 🤷🏻♀️. Y seguramente mi abuela paterna era hija de indígenas del Tolima.
Siento que en Colombia más que un tema de raza es un tema de estrato social, como en Uruguay, de quién eres hijo, dónde estudiaste y quiénes son tus amigos, en fin…seguimos aprendiendo.
Un abrazo 😉